Saltillo: Héctor, poeta y hombre de teatro (VI)
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Héctor hizo algo bueno por Saltillo. Le dio comida al alma de la ciudad, obra que vale tanto como alimentarle el cuerpo
He olvidado de qué diablos trataba “La Antorcha Escondida”, formidable drama de Gabriel D’Annunzio. Recuerdo que era una obra apocalíptica con visiones de muerte y amores retorcidos. Una frase del diálogo se me grabó indeleblemente. Al hablar del abandono en que se hallaba el jardín de un palacio alguien decía: “La estatua de la duquesa Loretela caído se ha”. No decía: “se ha caído”. Decía: “caído se ha”.
Entre mis libros hay uno pequeñito, de portada azul, editado en Argentina. Es “La Antorcha Escondida”, de D’Annunzio. Me gustaría hallarlo entre los colmados anaqueles para leer otra vez aquella tragedia decadente llena de imágenes oscuras. Quién sabe qué me diría la obra. A lo mejor ya nada. Pero no voy a buscar el libro: prefiero que sea el libro el que me encuentre a mí. Cuando un libro sabe que debo leerlo me busca hasta encontrarme, y se me entrega. Los libros que no he de leer saben que nada tienen para mí, y no se ponen, por tanto, en mi camino. Cada vez que compro un libro siento un secreto vínculo entre él y yo, y casi escucho que me dice: “Te esperaba. ¿Por qué tardaste tanto?”. Cada libro que tengo es una historia de amor que se cumplió.
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Pero eso es cosa aparte. Lo que me toca es decir que Héctor González Morales merece el bien de la ciudad. No fue Héctor el primero que hizo teatro en Saltillo, ciertamente. Otros y otras hubo antes que sintieron el misterioso hechizo de ese ritual eterno, viejo, mucho más viejo que la misa, y nuevo, mucho más nuevo que la misa. Pero Héctor revivió algo que aquí estaba ya muerto. No fue actor –seguramente jamás pisó la escena–, pero tenía ese talento del director de teatro que lo abarca todo: el ritmo, el decorado, la composición; y sacaba de cada actor y cada actriz, como de un instrumento musical, los matices y modulaciones de cada personaje.
Las ciudades no deben olvidar. Entre los hombres el que olvida se condena a no ser nunca recordado. Lo mismo sucede con las ciudades: si una no sabe recordar pierde raíces y se expone a perderse con el viento. Quien recuerda se parece un poquitito a Ulises, que se ató al mástil de su navío para no caer en la seducción de las sirenas. Malas sirenas hay en cuyas manos no debe uno caer. Las del olvido son sirenas peligrosas. De olvido a soledad sólo hay un paso. Pero aquel que recuerda hace nudos para atarse a la vida, y así no se le lleva el viento.
Nuestra ciudad está cambiando. Corremos el peligro de ya no conocerla, o de que no nos reconozca ya. Debemos entonces ayudarle a recordar, como a una abuela olvidadiza, las cosas de su vida.
–¿Te acuerdas, ciudad abuela, de Héctor González Morales? Sí; acuérdate. Era aquel joven alto, de temprana calvicie y raras elegancias en el vestir y el aromarse; de voz sedosa y fina sensibilidad. En un ambiente hostil, con todo en contra, escribió poesía e hizo teatro, empresas ambas peregrinas en una ciudad que nada más tenía una empresa. ¿Me preguntas qué se hizo Héctor? No sé, abuela. Lo busqué en México, te platiqué, y una grabadora me dijo que no existe el número de su teléfono. Pero que no se nos olvide: Héctor hizo algo bueno por Saltillo. Le dio comida al alma de la ciudad, obra que vale tanto como alimentarle el cuerpo. Entonces apunta el nombre: Héctor González Morales. Poeta, hombre de teatro. Así nomás, abuela. Con eso es más que suficiente... FIN.