Saltillo: La cruz y la piedra del desencanto de la fe católica
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En estos días de la devoción al santo de pasta de maíz que ha cuidado la señorial ciudad de origen pueblerino de Saltillo, la reflexión deberá partir desde dentro de lo que fue la Diócesis más grande de la república y que tuvo que ser dividida ante la llegada de un obispo lleno de rencor y protagonismo por allá del 2003.
Narraré la memoria de los últimos 60 años de los pocos obispos que han regido el territorio diocesano y señalaré que a mi corta edad recuerdo a don Luis Guízar Barragán, originario de Guanajuato, como un obeso y dadivoso pastor que supo dirigir a la grey aún en tiempo de las ancianas santiguadoras, los velos en misa, los santos tapados, el anillo besuqueado, en fin, la devoción en automático autodirigida en los hogares con la mirada vigilante de las abuelas y esa fe simple y no asediada.
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Llegó Francisco Villalobos, quien a pesar de su “juventud” fue escogido por el Vaticano para sustituir al obispo amable, del cual recuerdo la espectacularidad de la ceremonia de su asunción.
Villalobos, con su sencillez de trato, logró incrementar las vocaciones, formar pastorales de todas las edades, erigir templos, adoctrinar a una grey con ideología derivada hacia una democratización sin pleito y en los noventa, a través de la operación ave azul, arrebatar al partido gobernante las principales ciudades del estado y el 70 por ciento de la población administrada por Acción Nacional.
A pesar de su avanzada edad, era común verle caminar por el centro de Saltillo, saludando y bendiciendo a los parroquianos a su paso y, ya sustituido por el terremoto Vera, ser el verdadero y único obispo católico de Saltillo hasta su muerte, llegando al centenario, afectado por el mortal virus del COVID, que no perdonaba a nadie, pero creo que se equivocó de personaje.
Al llegar a la edad jubilatoria, la Diócesis tuvo que esperar cuatro años para que se le asignara un nuevo obispo, que resultó en un enroque que llegó desde la revuelta chiapaneca para hacer su guerrilla en Saltillo.
Vera López arribó como los arrieros: “llegando y haciendo lumbre”; rápido y con su olfato político se conectó con organizaciones radicales de la frontera norte y con el apoyo monetario, derivado de las limosnas, desvió recursos para los proyectos del CFO en Piedras negras, afectando al menos a seis compañías y logrando que cuatro de ellas cerraran sus puertas en esa ciudad a través de movimientos sindicales, cuyo propósito era el de la desestabilización de las empresas americanas para su retorno a ese país en coordinación con el AFL-CIO, el sindicato más poderoso de ese país.
Una vez que el CFO fuera neutralizado, al establecerse la Diócesis de Piedras Negras, su olfato referido se dio cuenta de lo redituable que era el tema migratorio y apuntó su brújula primero al intercambio con el obispo Loncho, de los alfiles que había dejado en Acuña y que fueron asignados a la tarea de atender a los migrantes y adoctrinarlos, recibiendo subsidios jugosos de organizaciones gubernamentales al establecer casas de refugio, principalmente en Saltillo, y defendiendo a capa y espada hasta a los migrantes viciosos y asesinos, como quedó consignado en el atroz homicidio de la calle de Victoria y que suscitó una llamada de atención del Vaticano.
Nominado por las organizaciones hermanas de la izquierda al Premio Nobel de la Paz y aun con el pleito con AMLO, dizque por sus méritos, resultó en varias entrevistas a nivel nacional que de nuevo desviaron la brújula al movimiento de los muchachos de Ayotzinapa.
En esos trazos estaba cuando le llegó la edad inexorable de la jubilación y forzado a pedir su renuncia, inesperadamente aceptada de inmediato. Así a la Diócesis le fue asignada un joven prelado que llegó de Monterrey y que inmediatamente sustituyó al equipo que Vera había formado y no de forma sutil, en un ejercicio si bien es cierto natural, pero quirúrgico y mediante auditorías a los excesivos gastos del nativo de Pénjamo, que eran desviados a movimientos sociales y de imagen.
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Condenado ahora sí a dar misas de gallo, a las que acuden cuando mucho 50 personas y que ni en tiempos del Santo Cristo logra llenar, requería necesariamente regresar al protagonismo habitual. Al no cuajar el intento, motivado por la falla de su auto y la pretendida falta de mantenimiento por parte de la Diócesis, en últimas fechas sale el argumento del asalto a su casa, supuestamente hecho por una de sus colaboradoras y magnificado por su dama de compañía regiomontana. ¡Haya cosa!
La cruz y la piedra del desencanto vuelven a habitar los términos de una Diócesis que requiere de unidad de criterios y el reforzamiento de los espacios de difusión de una religión que, paso a paso, quiere retomar sus orígenes y que cuenta con el dinamismo de un obispo que basa su ejercicio en la fe, la caridad, el consuelo y los verdaderos valores del catolicismo, pero que hoy día trae una piedra en el zapato que no daña, pero como chi... fla.