Saltillo: Recuerdos de una tarde gélida
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Lo recordé este 14 de diciembre: era igual a aquel día de antaño en el que, por primera vez, me percaté del cambio de una estación a otra de manera dramática en tan pocas horas
Ocurrió a finales de los años ochenta. El aire cálido de la mañana inundaba el ambiente y el sol se filtraba a través de las ventanas de lo que entonces era el Instituto Estatal de Bellas Artes, el primer espacio cultural en el que tuve la suerte trabajar, gracias a la confianza de su primer director, el inolvidable maestro Javier Villarreal Lozano.
Corría entonces también el optimismo por el éxito de un evento dedicado a las letras; habría una presentación de libro de un autor de Saltillo, y todos en el equipo esperábamos una afluencia especial.
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Pero el clima jugaría un papel particular. En la entrada, justo frente a la vialidad en la entonces calle de Juárez, hoy Paseo Capital, saludaríamos a cada uno de los visitantes.
Llegó el primero, y era natural llegara temprano, pues se trataba del escritor. Pero así como pasaron los minutos, así también se sucedió el cambio de clima extremo: de aquel verano de las primeras horas de la mañana pasamos a un otoño de viento ya decididamente más fresco, hasta llegar al invierno apenas dadas las 7:00 de la noche.
Al escritor se le sumaron los fieles visitantes, quienes escucharon una presentación espléndida en la que se combinó el café con las letras. Fue, sin embargo, el tiempo –la temperatura congelante de las 8:00 de la noche– lo que decidió seguramente a algunos más a no aventurarse a las calles, donde la niebla bajaba del cielo a la tierra, llenándola completamente en nuestro Saltillo.
Lo recordé este 14 de diciembre: era igual a aquel día de antaño en el que, por primera vez, me percaté del cambio de una estación a otra de manera dramática en tan pocas horas. Las cosas no parecían que vinieran a mayores: la mañana aparecía luminosa, llena de nubes, sí, pero sin ofrecer espacio para la imaginación de tema invernal.
“¿Pero es que no viste los pronósticos del tiempo?”, se preguntarían algunos. Aun con el pronóstico al alcance de la pantalla azul del celular, no hay sensación alguna del cambio hasta experimentarlo.
Y este domingo el día soleado se fue evaporando. De la mañana a la noche se dio pie a una transformación que experimentó ir de lo iluminado, poblado de nubes, pasando por un blanco gélido e inhóspito, hasta alcanzar una neblina que romantizó, como suele hacer la niebla, los espacios y los edificios.
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Uno de ellos fue Catedral. La iglesia adoptó un aire singular, envuelto en un dorado místico, perdido en la humedad. Frente a ella, la Plaza de Armas y el Paseo Capital aportaban multicolores rompecabezas difuminados, perdidos contornos.
A uno que otro visitante los tomó por sorpresa: su vestimenta iba en combinación con el verano; pero otros, salidos seguramente más tarde de sus hogares, iban bien pertrechados con abrigos y gorros.
Un buen recuerdo de lo bella que se pone la ciudad cuando se convierte, así sea por unos momentos, en una estampa para el recuerdo.
EN SUS 90 AÑOS, A MI QUERIDÍSIMA MADRE
Dedico este espacio a una mujer maravillosa que este mes cumple nueve décadas. Noventa años de vida que ha dedicado a nosotros, su familia, todo su amor. Mi madre, mi señora madre, María Concepción Dávila de Recio, llega a este momento con emoción, con inteligencia, sensibilidad, suma generosidad, entusiasmo, alegría, con una curiosidad privilegiada por todo cuanto ocurre a su alrededor.
A ella le dedico mis trabajos y mis afanes, pues ha sido ella quien ha formado lo más bello que pudiera tener en mi existencia. Mi agradecimiento eterno por su cariño incondicional. A quien, con su calidez y su paz, le debo haber logrado transitar por este camino, a ratos tan azaroso, llamado vida.