Saltillo: Tienditas de la esquina, vida para rato
La mayoría de las que conocí cuando la infancia eran oscuras, aunque no necesariamente tristes. Algunas sí que lo eran, pero quizá se debía a que atravesaba su umbral una vez que caía la tarde en Saltillo.
Y hay que recordar que cuando caía la tarde en Saltillo, la oscuridad lo dominaba todo. En el centro de la ciudad, donde pasé los años dorados de la niñez, la ciudad no era precisamente una luminaria.
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Así que, atravesar la puerta de las tiendas de la esquina, conocidas de este modo, ocurría, a ratos en medio de las sombras del atardecer saltillero. Pero entrar en estos sitios, que muchas veces me asustaron por el recogimiento al que invitaban con su solemnidad, era como traspasar el tiempo.
Siempre me parecieron viejos: viejos los muebles y llenas de polvo las latas. En cambio, el pan suave, empaquetado, ofrecía frescura. Veía llegar a los choferes de los camiones de los panecillos industrializados, que arribaban con productos nuevos por la mañana, sustituyendo a los que no habían sido consumidos el día anterior.
Los estantes de madera me causaban viva impresión. Eran anaqueles enormes para aquella niña que surtía su lista de alimentos. Había una imprevista emoción por recorrer la calle de Allende, sin tráfico, para alcanzar alguna de aquellas dos o tres tiendas de la esquina.
Cuando lo hacía a mediodía, el sol quemaba de igual manera mi cara, como lo hacía con las plantas de los pies: ¡me atrevía a subir la cuesta descalza, retando cualquier cantidad de clavos caídos displicentemente por cualquier carpintero o albañil! De cualquier modo, eran los años setenta y no había quien, como ahora, se permitiera dejar caer objetos que nos pudieran lastimar, o al menos no lo recuerdo, y nunca me lastimé.
Las tiendas de la esquina, las tiendas que como la de mi señor abuelo Donato, surtían diariamente de los productos cotidianos necesarios para el desayuno, la comida y la cena, que antaño tenían horarios muy bien establecidos, se vieron de pronto amenazadas con la llegada de comercios que no únicamente ofrecerían los artículos de primera necesidad, sino que además agregaban otros más que eran inconseguibles en comercios más grandes.
Estos comercios de mayor tamaño, que llegarían también en los setenta a invadir la ciudad, fueron moviendo poco a poco la forma de trabajar de todos ellos.
Nos encontramos de pronto con que algunas de las tiendas pequeñas hubieron de ir cerrando, ante la avalancha de comercios que fueron llenando las expectativas de los saltillenses. Pero también estuvieron y están, al pie del cañón, las que aún existen. ¿Qué hicieron? ¿Qué siguen haciendo ante el embate de comercios que llegaron a ganar espacios?
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Recuerdo aquí la experiencia del actor Bryan Cranston, quien interpreta a Hal Wilkerson, en una popular serie norteamericana, “Malcolm, el de en Medio”. En una entrevista, recordó que, cuando hizo audición para el papel, pensó en la personalidad de quien estaría destinada a ser su pareja en la serie, Lois, interpretada por Jane Kaczmarek. Observando la seguridad de que estaría dotada, de la firmeza de sus decisiones, pensó en que, para hacer el equilibrio con la pareja, él tendría que hacer un contrapeso con el personaje.
Así lo hizo y obtuvo el papel que le daría gran popularidad. Sería entonces el inocente, el ensoñador, el que protegería a los hijos de la fuerza de la madre. Él tenía que dar algo distinto a lo que ella ofrecía.
Cosa similar pensé que ocurre con las conocidas y entrañables tiendas de la esquina que todos conocemos desde nuestra niñez: las que con sus artículos nos dieron y nos dan algo diferente a lo que ofrecen las tiendas comerciales de cadena. Radica en la diversidad de los artículos, pero también, y de manera muy singular, en la forma en que aún podemos sentirnos dentro del barrio, donde nos conocemos y auxiliamos unos a otros. Las tienditas de la esquina tienen vida para rato.