Desconcertante por lo abultada, de alrededor de treinta puntos, resultó la diferencia favorable a la candidata presidencial oficialista con respecto a la votación alcanzada por la aspirante opositora, Xóchitl Gálvez. Por donde quiera que se analice la cuestión, son francamente inexplicables tales resultados. Incomprensibles porque no compaginan con la terrible situación que vive el país en materia de seguridad pública, violencia generalizada, impunidad, falta de medicamentos, pésimos servicios de salud, de educación y un larguísimo etcétera. ¿Cómo entonces comprender lo inexplicable? A menos que se considere que el mexicano padece ya un masoquismo verdaderamente de campeonato.
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A pesar de lo complicado que parece el tema, en realidad resulta sencillo hacerlo entendible, si se atiende al previo cumplimiento de tres prerrequisitos que un auténtico régimen democrático exige.
Algunos teóricos alemanes contemporáneos han planteado que un sistema democrático sólo es posible si quienes componen la sociedad tienen un cierto grado de escolaridad, un determinado nivel de ingreso personal mínimo, así como instituciones maduras de corte democrático plenamente vigentes durante un determinado periodo.
A ese trío de requisitos se les conoce como “los tres quinces de la democracia”, A saber: 1. Quince grados de escolaridad promedio de los votantes, 2. Quince mil dólares de ingreso anual mínimo por habitante y 3. Funcionamiento debidamente consolidado, durante al menos quince años consecutivos, de las instituciones de corte democrático, particularmente en el terreno electoral.
Lo anterior significa que si el votante no tiene una formación escolar suficiente que le permita no sólo estar debidamente informado acerca de lo que ocurre en la sociedad, y formarse un criterio propio acerca de las políticas gubernamentales y en general sobre el funcionamiento de la cosa pública, será finalmente un ciudadano susceptible de ser manipulado en tanto elector.
De manera más acentuada será su vulnerabilidad si desde el punto de vista económico el votante depende, en mayor o menor medida, de programas gubernamentales de corte clientelar consistentes en dádivas, diseñados aquellos de tal manera que quienes reciben los apoyos se ven obligados a demostrar gratitud política a la hora de votar, por sentir que pesa sobre ellos la amenaza de su retiro si no corresponden con reciprocidad, porque el caudillo no cesa de recordarles “que amor con amor se paga”.
Es claro que los llamados programas sociales del gobierno morenista, sin reglas de operación, sin control, sin debida focalización, jugaron un papel capital en los resultados electorales del domingo pasado. Además, por el efecto multiplicador con que esos programas han sido diseñados, para comprometer no sólo al que directamente recibe las dádivas sino también a otros miembros de la familia.
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Y ni qué decir acerca de la ausencia de instituciones electorales fuertes y consolidadas, lamentablemente hoy inexistentes, como lo demuestra la facilidad con que se ha llevado a cabo la colonización del INE y el muy precario funcionamiento del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), en particular por lo que hace a su Sala Superior, frágil, de endeble imparcialidad e incompleta desde hace más de medio año en pleno proceso electoral.
En fin, a la luz de lo anterior, no resultan difíciles de explicar las abultadas cifras de votos favorables al oficialismo –de Morena y sus aliados– en la elección del pasado domingo. Fueron en buena medida producto de la manipulación, la humillante extorsión derivada de las dádivas clientelares y el sometimiento y precariedad de las instituciones que condujeron el proceso electoral, instancias en las que se ha notado una clara regresión, particularmente por lo que hace al INE.