Totalmente palacio... el de la capital coahuilense
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Al principio el palacio de Gobierno, situado entonces en la esquina de las calles de Hidalgo y Aldama, estuvo muy lejos de ser palacio. Unos cuartos hechos de adobe y piedra con techumbre de vigas y terrado formaron en aquellos remotos años la sede gubernamental. Fue creciendo la finca según iba creciendo la ciudad. La autoridad mayor era un alcalde. Los tlaxcaltecas, en cambio, tenían gobernador, y casa consistoriales para su administración.
Empezó a prosperar Saltillo. Su clima era bonancible, su tierra fértil, abundaba el agua; parecía gozar de la divina protección. Su feria llegó a ser la más famosa e importante en el norte de la Nueva España. Así, también crecieron las casas de gobierno. A la llegada a Saltillo de Hidalgo y Allende, en enero de 1811, hallaron que además de ellas había una casa de tesorería. A la sazón en la misma sede funcionaban las oficinas tanto del gobierno regional como del citadino.
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Hubo muchas vueltas y revueltas. Allá por 1825 el palacio de Gobierno dejó de serlo, pues los poderes fueron trasladados a Monclova, ciudad que reclamó ser capital. Un año antes en el palacio se había reunido el Congreso de Coahuila y Texas para promulgar la primera Constitución que tuvo el Estado. Más duros tiempos vendrían después: en 1847 ondeó sobre el palacio −y sobre la catedral− la bandera de las barras y las estrellas, en los días de la confusa batalla de La Angostura. Fue en ese año cuando se tomaron en Saltillo algunos retratos del ejército norteamericano, las primeras fotografías de guerra en la historia universal. El palacio de Gobierno, lo mismo que la catedral, sirvió de hospital de sangre a los heridos de ambos bandos.
Años después, en 1856, un incendio acabó con el recinto. En casas de diversos vecinos hubieron de instalarse las oficinas públicas mientras se reconstruía el edificio. El mayor problema fue aposentar a los presos, ya que la cárcel pública estaba también en el palacio. Hasta no hace muchos años había presos ahí.
Todavía en 1873 el palacio de gobierno del Estado era al mismo tiempo palacio municipal. De hecho la finca era considerada propiedad de la ciudad. Hasta fines del pasado siglo podía verse en el edificio una pequeña placa de mármol que decía: “Palacio Municipal”. En 1875, terminados los trabajos de reconstrucción, las oficinas se mudaron al edificio nuevo. Era de buen tamaño, tenía dos pisos. Pasaron los años, y pesaron. Durante el gobierno del general Manuel Pérez Treviño (1925-1929) se le añadió al palacio un tercer piso. Tomó entonces la forma de un pastel, pues cada cuerpo era de menor extensión que el de abajo, y tenía en la parte superior una pequeña espadaña donde se colocó la réplica de la campana de Dolores, que hace sonar el gobernador en turno la noche del 15 de septiembre.
Un excelente pintor español, Salvador Tarazona, fue contratado para decorar algunos muros del recinto. ¡Qué buen trabajo hizo ese señor! Ver los murales que pintó es un deleite. Puso en ellos escenas de la vida de Coahuila: las danzas típicas de los matachines; el laboreo de sus minas; el paisaje de sus montañas... El gran artista tuvo sólo un pequeño desacierto: puso su firma abajo de una cabra que asoma la cabeza en una escena campirana, de modo que parece que la tal chiva se llama “Tarazona”. Una lástima.
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La traza actual que tiene el Palacio de Gobierno la adquirió en tiempos de don Óscar Flores Tapia. Se recubrieron con cantera rosa los muros exteriores, se igualó la dimensión de los tres pisos y se reformó la parte interior del edificio. En un extenso corredor el pintor Salvador Almaraz plasmó los más grandes hitos de la historia de Coahuila, desde la visión de sus primeros pobladores hasta llegar a los más relevantes hombres del pasado siglo.
Historia tiene ese palacio, entonces, e historias. Desde sus balcones el gobernador Pedro Rodríguez Triana, quien luego sería candidato del Partido Comunista a la presidencia de la República, les disparaba con rifle calibre .22 a las urracas que llegaban a los árboles de la Plaza de Armas.
Del palacio de Gobierno salió para ser fusilado, en el panteón de San Esteban, don Santiago Ramírez, gobernador villista. Pidió como último deseo un tarro de cerveza, y antes de beberla sopló para quitarle la espuma. “Es mala para el hígado” −declaró con sonrisa socarrona.