¿Trump gobierna como un rey?

Opinión
/ 30 octubre 2025

Ha recibido más poder, no ha sido coronado

Por Carla Norrlöf, Project Syndicate.

WASHINGTON, DC- Los reyes gobiernan por nacimiento y bendición. También gobiernan por miedo. Cuando millones de manifestantes salieron este mes a decir “No a los reyes”, Donald Trump publicó un video generado por IA en el que estaba siendo coronado, solo para insistir, al día siguiente, en que no es un rey. ¿En qué quedamos entonces?

El joven podcaster Brilyn Hollyhand se toma la pregunta al pie de la letra y señala que no hay reyes en Estados Unidos -que los videos de Trump no son más que bromas divertidas-. Pero el verdadero interrogante es si Trump está buscando el tipo de poderes que en el pasado les pertenecían a los monarcas.

Tras la sentencia de la Corte Suprema en el caso Trump vs. Estados Unidos, los presidentes gozan de inmunidad absoluta para los actos constitucionales fundamentales y de presunta inmunidad para otros actos oficiales, lo que dificulta aún más los desafíos al poder ejecutivo concentrado. En este contexto, los críticos dicen que Trump ya gobierna como un rey, reclamando el control sobre instituciones independientes, sustituyendo al personal existente por caballeros de confianza, imponiendo caprichosamente castigos mediante aranceles y otros medios, y creando en general un clima de miedo.

Para los partidarios de Trump, en cambio, estas acciones representan un liderazgo fuerte y decisivo por parte de un presidente que, después de todo, ganó una mayoría popular en las últimas elecciones. Ven a un CEO que elimina obstáculos para obtener resultados.

Aun así, aunque Trump no sea un rey en los papeles, su estrategia sí hace pensar en los poderes que alguna vez ejercieron los reyes, sobre todo Enrique VII, el monarca de los Tudor que consolidó su autoridad debilitando a los nobles rivales, centralizando el control fiscal y remodelando la maquinaria del gobierno.

Por ejemplo, Enrique utilizó la apropiación discreta de ingresos, bonos, benevolencias y multas para desviar recursos hacia las prioridades reales sin el consentimiento de los demás. Del mismo modo, la administración Trump ha congelado miles de millones de dólares en ayuda externa programada para expirar, ejerciendo así un poder (el “de la billetera”) que supuestamente le pertenece al Congreso. Aunque un juez federal le ordenó a la administración liberar los fondos en septiembre, la Corte Suprema permitió que gran parte del congelamiento continuara hasta terminar el año fiscal.

Los partidarios de Trump dirían que tales “rescisiones” son legales y están diseñadas para dar flexibilidad a finales de año a un ejecutivo que quiera frenar el gasto innecesario o desajustado. Visto así, el congelamiento de Trump se convierte en otra acción decisiva en nombre de sus votantes. Y dado que el Congreso aún puede rechazar cualquier rescisión por ley, su poder no es ilimitado.

Ahora bien, la administración también ha reclasificado puestos de trabajo clave, ha recortado las protecciones de los funcionarios públicos y ha transferido la autoridad de los expertos de carrera a colaboradores leales. Los abogados de las agencias están reescribiendo las directrices, los científicos están suavizando los informes sobre riesgos y los responsables de ética están revisando los dictámenes hasta que superen el escrutinio político. Las disputas que antes se dirimían en audiencias o en revisiones del inspector general ahora se resuelven en privado, sin dejar apenas constancia pública.

El objetivo de un sistema basado en los méritos es evitar que el gobierno funcione como una corte real, donde la lealtad pesa más que la capacidad. Cuando se favorece a los funcionarios leales por encima de los profesionales experimentados, las decisiones reflejan las conexiones personales más que la experiencia, y la supervisión tiende a ser descuidada. Bajo el mandato de Trump, los funcionarios interinos, cada vez más, ocupan puestos que técnicamente requieren la aprobación del Senado, los períodos de comentarios se han reducido de 60 a 30 días y los anuncios a veces se hace de manera precipitada.

Una vez más, los partidarios de Trump dirían que estos cambios rompen la resistencia burocrática arraigada, reemplazan a los obstruccionistas y permiten a los líderes electos llevar a cabo el programa con el que hicieron campaña. Pero otros ven una consolidación del poder más monárquica, aunque sea legal. Las normas existen para que quienes tienen el poder se justifiquen públicamente. Por eso se supone que las agencias deben proponer medidas, invitar a presentar comentarios y publicar su razonamiento. Pero ahora cada paso se está comprimiendo hasta el punto de que apenas funciona. El proceso sigue existiendo, pero se convierte más en una coartada que en un mecanismo de rendición de cuentas.

Del mismo modo que Enrique VII llenó puestos clave con leales o simplemente dejó que los cargos languidecieran, las vacantes prolongadas en las funciones de inspector general de Estados Unidos han ralentizado las investigaciones, mientras que los jefes interinos que carecen de un respaldo político firme se han abstenido de exigir el cumplimiento de la normativa. Las leyes de libertad de información siguen vigentes, pero los retrasos cada vez mayores y las denegaciones cada vez más amplias disminuyen su fuerza, lo que recuerda la costumbre de los Tudor de mantener intactas las formas legales mientras las vaciaban de contenido.

La ley tiene por objetivo limitar el poder, pero esas restricciones se distienden inevitablemente cuando un ejecutivo puede contar con inmunidad total para sus actos oficiales, indultos para sus aliados y procesamientos pretextuales para sus oponentes. Si bien las protestas siguen siendo legales y visibles, la protección de esos derechos depende de una aplicación ecuánime. Si los aliados reciben un trato mucho más indulgente que los críticos, esos derechos no son plenamente iguales, y las empresas, las organizaciones sin fines de lucro y los funcionarios electorales locales pueden ajustar su comportamiento para evitar una confrontación.

Estados Unidos aún cuenta con barreras protectoras en forma de tribunales que a veces rechazan al ejecutivo, estados y ciudades que se oponen, periodistas que denuncian abusos, ciudadanos que salen a las calles y un Congreso que podría reafirmar sus poderes constitucionales. Pero estos controles se erosionarán si se descuidan. En la Inglaterra de Enrique VII, las instituciones con nombres venerables fueron vaciadas desde dentro. Lo mismo puede ocurrir en una república moderna si los ciudadanos no utilizan las herramientas con las que cuentan.

Las recientes sentencias judiciales socavan estas barreras, no solo al conceder inmunidad para los actos oficiales, sino también al restringir las normas sobre la presentación de pruebas, facilitar la destitución de funcionarios, limitar la deferencia de las agencias y utilizar suspensiones de emergencia para congelar fondos hasta que caduquen. Pero, aunque Trump ha recibido más poder, no ha sido coronado. Un presidente no puede hacer lo que hace un rey: gobernar sin elecciones, gastar sin aprobación, disolver tribunales y eliminar la autoridad de los gobiernos subnacionales.

El debate continuará entre quienes consideran que las tácticas de Trump son formas legítimas de romper los puntos de estrangulamiento y cumplir sus promesas, y quienes ven una estrategia diseñada para eliminar la transparencia y la supervisión, dejando las instituciones intactas en su forma, pero alteradas en su función. La cuestión no tiene que ver tanto con las coronas y los títulos sino con el interrogante de si la presidencia se está convirtiendo en el único lugar donde se toman las decisiones nacionales. Esa lucha se está librando ahora en los presupuestos, los nombramientos y muchos otros procesos de la administración civil. En última instancia, que Trump se vea a sí mismo como un rey importará menos que si así lo ven el Congreso, los tribunales, la comunidad empresarial y el electorado. Copyright: Project Syndicate, 2025.

Carla Norrlöf, es profesora de Ciencias Políticas en la Universidad de Toronto.

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