Un acto radical
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Teresa de Calcuta solía decir que “la mayor pobreza no es la falta de pan, sino la falta de amor”. Y quizá en esa frase se resume el drama silencioso de nuestro tiempo: vivimos rodeados de personas, pero profundamente solos; habitamos ciudades llenas de luces, pero con almas apagadas.
No es que no veamos el sufrimiento -lo vemos todos los días-, es que hemos dejado de sentirlo. La indiferencia se nos ha vuelto costumbre, un refugio cómodo para no involucrarnos, una coraza que nos devuelve, sin darnos cuenta, a la peor miseria: la de no mirar al otro con humanidad.
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Para Teresa, el infierno no era un lugar, sino un estado del corazón: ese frío íntimo donde nadie toca, nadie escucha y nadie acompaña. Donde el prójimo se vuelve un estorbo y su dolor, ruido. Y por eso repetía una y otra vez que el remedio más urgente no era dar cosas, sino darnos: ofrecer presencia, atención, una mirada capaz de decir “importas”.
Quizá ese sea el gran desafío de nuestra época: recordar que cada ser humano que pasa a nuestro lado -invisible para muchos- guarda un clamor silencioso que pide lo esencial: ser visto y considerado, ser escuchado, ser amado. Porque la vida solo se hace plenamente humana cuando dejamos de pasar de largo y nos convertimos, como diría Teresa, en “portadores de amor en los lugares más oscuros”.
INVITACIÓN
Bien lo dijo el papa Francisco: “Estamos acostumbrados a una cultura de la indiferencia y tenemos que trabajar y pedir la gracia de realizar una cultura del encuentro”. Ese encuentro fecundo -que toca, que mira, que escucha- es el que restaura la dignidad del ser humano. Porque, insistía Francisco, ver no basta: hay que mirar, hay que detenerse, hay que tocar. Sin esos verbos esenciales, no hay encuentro posible; y sin encuentro, nuestra humanidad se derrumba.
ADVERTENCIA
En 1986, el Premio Nobel de la Paz fue otorgado a Elie Wiesel (1928-2016), por ser guardián de la conciencia moral del siglo XX, por sus esfuerzos en defensa de los derechos humanos y la paz en el mundo.
Elie dedicó su vida a escribir y hablar sobre los horrores del Holocausto, con la firme intención de evitar que se repita una barbarie similar. 13 años después, en 1999, pronunció un discurso inolvidable sobre los peligros mortales de la indiferencia:
“¿Cuál será el legado del siglo desaparecido?”, preguntó. Y, uno a uno, fue nombrando los horrores que marcaron a la humanidad: guerras mundiales, genocidios, campos de concentración, limpiezas étnicas, tragedias nucleares, dictaduras, violencia sin sentido. Pero lo más inquietante no era la maldad perpetrada, sino la indiferencia que permitió que todo eso ocurriera con la mirada baja del mundo.
¿Qué es exactamente la indiferencia? Wiesel la describía como un estado en el que las líneas entre el bien y el mal, entre la luz y la oscuridad, entre la compasión y la crueldad, se difuminan. La indiferencia es el lugar donde nada importa realmente; donde el otro deja de ser un rostro y se convierte en una sombra. Para Wiesel, “el opuesto del amor no es el odio, es la indiferencia”.
Y, sin embargo, esa indiferencia es tentadora -seductora, incluso-. Es más fácil no mirar. Es más cómodo no involucrarse. Es más sensato ignorar que actuar. Es práctico ignorar el dolor ajeno para no alterar nuestros horarios, nuestra agenda, nuestra tranquilidad.
Pero la humanidad empieza justamente en la interrupción: en dejar que el clamor del otro irrumpa en nuestras certezas y nos desinstale.
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SER
Wiesel recuerda a los “Muselmann”, aquellos prisioneros en Auschwitz que habían perdido no solo la fuerza física sino la del alma. Eran cuerpos vivos sin vida, deshumanizados; seres humanos que ya no sentían ni dolor ni miedo ni esperanza. No sabían que ya estaban muertos.
Esa escena es quizá la metáfora más brutal de lo que provoca la indiferencia: un mundo en el que las personas pueden morir sin que nadie lo note, sin que nadie pronuncie su nombre.
Y lo más duro de todo es que, para Wiesel, el mayor sufrimiento no era la ira de Dios, sino su silencio. Ser ignorado. Ser olvidado. Ser invisible.
INMORAL
La indiferencia no es un simple desinterés ni una tibieza pasajera: es, en sí misma, una forma de injusticia. Comienza como un gesto pequeño -desviar la mirada, apurar el paso, justificar el silencio- y termina convirtiéndose en un hábito que corroe la conciencia. Se vuelve inmoral cuando aprendemos a convivir con el sufrimiento ajeno como si fuera parte del paisaje; cuando la pobreza deja de dolernos, la violencia deja de indignarnos y la corrupción deja de sorprendernos. Es inmoral porque normaliza lo que nunca debió normalizarse.
La indiferencia es inmoral cuando miramos la miseria y seguimos nuestro camino, cuando nos repugna la corrupción, pero la toleramos, cuando observamos cómo la violencia se instala en nuestras calles y preferimos asumirla como un destino inevitable. Lo es también cuando somos testigos de la renuncia del Estado -y de tantos gobernantes- a cumplir sus obligaciones constitucionales, y aun así callamos, resignándonos como si no existiera alternativa. En esos gestos silenciosos se esconde la claudicación de nuestra responsabilidad moral.
Pero, sobre todo, la indiferencia es inmoral porque deshumaniza: reduce al prójimo a una sombra, lo borra de lo que consideramos valioso o digno de atención. Deshumaniza al otro, sí, pero primero nos deshumaniza a nosotros, porque va atrofiando la empatía, debilitando la indignación y congelando la compasión. Es una anestesia moral que nos entrena a mirar sin ver y a vivir sin sentir; una lepra silenciosa que endurece el corazón hasta volverlo incapaz de conmoverse.
Y cuando la indiferencia se instala, se concreta el peor de los pactos: ese consentimiento tácito que permite que la injusticia avance sin resistencia. Cada vez que ignoramos una injusticia, la reforzamos; cada vez que callamos ante un abuso, lo legitimamos. La indiferencia nunca es neutralidad: es complicidad. Y en esa complicidad hay un profundo quebranto ético, un abandono deliberado del deber de ser humanos.
LEPRA
Esa lepra silenciosa es la que Teresa de Calcuta denunciaba en las sociedades modernas: la soledad, la falta de amor, el desinterés por el prójimo. No la pobreza material, sino la emocional.
Esa misma lepra nos invade hoy: la violencia convertida en costumbre, la injusticia observada como paisaje, la corrupción asumida como un mal inevitable, la pobreza tratada como estadística. Y lo más oscuro de todo: nos hemos acostumbrado.
Vivimos anestesiados afectivamente. Nuestra alma parece helada. Nuestra capacidad de indignación, disminuida. Nuestra solidaridad, en pausa.
CAMINO
Romper la indiferencia es un acto íntimo; profundamente personal. No requiere grandes discursos ni proclamas públicas. Solicita detenerse. Mirar. Escuchar. Demanda, como enseñaba Teresa, “prestar un corazón que vea”.
Lo contrario a la indiferencia es el encuentro, el cual se construye con gestos pequeños y silenciosos: reconocer el rostro del otro, preguntar cómo está y escuchar la respuesta, detener el paso ante quien necesita compañía, ofrecer presencia antes que soluciones, sustituir el juicio por la empatía, dar tiempo, no solo cosas.
Quizá no podamos cambiar el mundo, pero sí podemos transformar nuestro entorno inmediato. Y a veces -muchas veces- eso basta para que la oscuridad retroceda un poco.
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RESPONSABLES
Nuestro corazón es de carne y no de hierro. Fue hecho para sentir, para compadecerse, para mirar al prójimo y reconocerlo como alguien que tiene un nombre, una historia, heridas, pero también esperanzas.
Somos responsables del otro. Y el otro, de algún modo profundo y misterioso, también soy yo. Ser personas de encuentros significa abrir los ojos donde otros los cierran, detenernos donde otros pasan de largo, tocar donde otros se protegen, mirar donde otros voltean el rostro.
Significa restaurar la dignidad humana con la herramienta más poderosa que existe: la presencia transformada en atención.
Porque cada encuentro verdadero rescata un pedazo de humanidad que el mundo había dado por perdido. Y porque, en un tiempo marcado por la frialdad y la indiferencia, mirar al otro con compasión y misericordia representa un acto profundamente radical.
cgutierrez_a@outlook.com