Un año que se va y un ruego que no termina
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Por lo que fui, lo que soy y lo que seré; por el amor y el desamor; por lo que hice y lo que haré; por los rostros que puedo acariciar; por las imágenes válidas que permanecen conmigo
Al final de un año que se va, yo ruego por lo que se dio, lo que se fue y lo por venir.
Por los años de mis hijos y mis nietos, que no volverán a tener; por los otros años, los que vendrán y les pertenecerán; por el trozo de vida que vivieron y la que deberán vivir; por sus días y sus noches, sus lunas, sus estrellas y sus soles, los que vieron y los que mañana verán; por sus risas y por sus llantos; por los centímetros que crecieron, el camino que recorrieron, el cielo que los cobijó y el ángel que los cuidó; porque sigan con ellos el crecer y el camino; porque cada quien tenga su cielo, su ángel y su flor. Por la familia a la que pertenezco y me pertenece; por mis raíces: mis padres que ya no están, mis hermanos que fueron rama y sostén y sus hijos de los que otras ramas brotarán.
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Y porque las palabras comienzan en quien las dice, ruego por las palabras que dije y por las que callé. De las que dije, por lo poco o lo mucho que fueron capaces de decir y de provocar; por las que fueron capaces de reconocer mis faltas y enriquecer con ello el sentido de mi vida. De las que callé, doy gracias porque no dije lo que pudo lastimar y me arrepiento por el “te quiero”, el “qué bien” y el “perdón” que no supe decir. De las que diré, ruego porque sepan recuperar, reconocer y remediar lo que pude decir y no dije; por su significación y por su fuerza; porque puedan remover, alentar y agradecer; por la responsabilidad de las mías y de las de los demás.
Por los amigos. A los que escuché y a los que cerré los ojos; a los que estuvieron cerca, los que se alejaron y los que no volverán jamás; por los que permanecen y los que serán; por los que viven en mi corazón y en mi conciencia, y por los que me son ajenos y extraños; y por los otros, porque pueda acogerlos y amarlos en su diferencia; por los rostros que vi y por los que sólo pude dibujar; por los que amé y por los que dejé de amar.
Por el tiempo. El que viví y el que no viví; el que me dieron a mí y el que yo di; el que pasó y el que me queda; por el que retengo en mis manos y el que escapó por entre mis dedos; por la responsabilidad de vivirlo y de vivir a los demás en el suyo propio; por el pasado, el presente y el futuro con los que estoy en deuda.
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Por lo que fui, lo que soy y lo que seré; por el amor y el desamor; por lo que hice y lo que haré; por los rostros que puedo acariciar; por las imágenes válidas que permanecen conmigo; por la evocación que vive en la memoria; por la comunión que acerca; por el diálogo, por la esperanza, por la libertad; por los comienzos, por los credos, por la confianza; por las treguas y los respiros; por el azul, el barro y las estrellas; por lo que está vivo y por la vida que construye. Por la vida, ruego por la vida, Señor. Por la de mis hijos y la de mis nietos; por la de la familia; por la de la palabra que se dice y la de la palabra que se escribe, por la de mis amigos y la de los que no lo son; por la vida del mundo; por la vida del tiempo y el tiempo de la vida. Por la vida, Señor.
Y en las cavilaciones del tiempo, del año que se va y del que vendrá, surge Salvador Novo y su soneto para 1956: “Detrás del muro blanco de los días/ calla el misterio. Pródigas las horas/ nos llevan de la mano a las auroras/ de sus sorpresas y sus alegrías.// Días, horas, auroras y alegrías/ llenen de dicha, pródigas, las horas/ de un año nuevo tal, que sus auroras/ renueven la ventura de sus días.// Cuente el reloj la dicha de las horas/ que palpitan al ritmo de los días/ luminosos de espléndidas auroras.// Y pruebe con los suyos alegrías/ que hagan volar los años como horas/ y transcurrir las horas como días”.