Un cura enamorado (II)

Opinión
/ 10 julio 2024

En las viejas comedias españolas era frecuente que los actores dijeran esta frase:

-¡Ahora caigo!

O esta otra:

-¡Ahora lo comprendo todo!

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Yo dije las dos frases cuando leí la autobiografía del padre Ángel María Garibay Kintana. Kintana con ka, dije, no con q, pues el padre Garibay era de origen vasco por parte de su madre, e insistía en escribir su apellido materno a lo vascuence.

El padre Garibay admiraba mucho a Acuña. No entendía yo su admiración, pues el poeta de Saltillo profesó ideas materialistas. Además su vida fue muy desordenada: tuvo amores mostrencos; fue padre de un hijo nacido fuera de matrimonio...

¿Por qué, entonces, el padre Garibay, sacerdote, admiraba tanto a aquel librepensador de vida arrebatada, a aquel poeta desgarrado que salió del mundo mediante el drástico expediente del suicidio? Me lo expliqué, dije, al leer su autobiografía.

El padre Garibay, a pesar de sus estudios clásicos, era un romántico. “¿Quién que es, no es romántico?”, preguntaba Darío. De las memorias del sacerdote se desprende que se prendó de una chicuela, y le escribió versos encendidos que quizás ella nunca conoció. Era esa aviesa musa una muchachilla pueblerina, sin nada en el caletre; pero el severo sacerdote, el erudito, el políglota, el teólogo y filósofo, sintió por ella un impetuoso amor. Jamás se lo declaró. La chiquilla, no obstante, se daba cuenta del sentimiento que había suscitado en el señor cura, y con felina sapiencia de mujer lo atraía unas veces, lo rechazaba otras. Al final la inconsciente y vana damisela causó un dolor acerbo a su imposible enamorado cuando escapó del pueblo con un mozalbete tan frívolo como ella.

Jamás faltó el padre Garibay a sus votos, pero aquel amor no cumplido quedó en él como un recuerdo al mismo tiempo amargo y dulce. Por eso pudo entender las doloridas endechas del “Nocturno, a Rosario”, escritas por el bardo saltillense en el umbral de su temprana muerte. Por eso no lo condenó por su suicidio, antes bien lo celebró como poeta.

Cuando supe que el padre Garibay había estado enamorado entendí su gusto por la poesía de Acuña, tan apasionada. Entonces fue cuando dije:

-Ahora caigo.

Y también:

-Ahora lo comprendo todo.

Comprender es abarcar. Cuando comprendemos a alguien es como si lo abrazáramos, como si lo incluyéramos en nuestro propio ser. Decir: “Te comprendo” es lo mismo que decir: “Te abrazo, te ciño, te incluyo en mí”.

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Yo comprendo al padre Garibay, y porque lo he comprendido está dentro de las fronteras de mi vida. A causa de ese amor nunca logrado lo juzgo más humano, y por lo tanto más cerca de Aquél a quien se dedicó a servir. Fue muy sabio el padre Garibay: dominó el griego y el latín, lenguas muertas con más vida que todas; tradujo del árabe y del hebreo; conoció el náhuatl como nadie, y trajo del pasado las voces de los antiguos poetas mexicanos. La mayor sabiduría que tuvo, sin embargo, fue la de ese amor que ofreció a su Señor como oblación. Por eso lo comprendo. Por eso lo abarco en un abrazo póstumo. Ojalá después alguien me comprenda a mí. Sentiré su abrazo aunque no viva ya.

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