Una historia con final feliz (II)

Opinión
/ 4 marzo 2025

Por desgracia la realidad se impone siempre sobre los paraísos. La muchacha era bonita, joven y coqueta. Pronto empezó a conocer don Zenón ausencias de su esposa

Aquí aprenderemos que la felicidad es obra del que quiere ser feliz.

No haré para eso larga una historia que de suyo es corta. Dejemos tal costumbre para los autores de las series de Netflix. Conoció el viudo don Zenón a aquella chica bastante menor que él. La siguió un día, y en la Plaza de Armas la alcanzó y le pidió con temblorosa voz:

-Perdone, señorita. ¿Me recibe este papelito?

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Y le entregó un recado en que le declaraba su amor y le pedía relaciones.

Leyó ahí mismo el mensaje la muchacha y le dijo a don Zenón que al día siguiente, a la misma hora y en el mismo lugar, le daría la respuesta. Esa noche no durmió don Zenón. Se levantó más temprano que de costumbre y se bañó con baño de dos ojos, es decir, enjabonándose dos veces y enjuagándose otras tantas. Él mismo se rasuraba siempre, pero ese día fue con el maistro peluquero y le pidió que lo afeitara. También, aunque le había cortado el pelo apenas el sábado anterior, le pidió que se lo afinara. Después de todo, le dijo al sorprendido fígaro, ya era martes.

Abreviemos. La chica lo aceptó. Sabía que el señor no tenía compromiso de mujer, pero sí buena casa y buen caudal. Se casaron después de un rápido noviazgo. A partir de entonces conoció don Zenón una felicidad que nunca había experimentado. Su primera esposa había sido reservada hasta cuando no debía serlo, y consideraba el acto del amor como obligado pago al hombre que la mantenía. Esta muchacha, en cambio, sabía más acerca de cosas de la cama que Aristóteles acerca de la lógica. Don Zenón, que en 10 años de viudez había ahorrado dinero, pero también todo lo demás, estaba en aptitud de disfrutar la sabiduría de su nueva esposa, y gozaba plenamente aquellos éxtasis, inéditos para él. Lo inquietaba a veces, ciertamente, la prodigiosa imaginación que ella mostraba en la hora íntima, y lo preocupaban también su creatividad, su peregrina habilidad gimnástica, su exhaustivo conocimiento de la amorosa geografía. En ocasiones se asustaba con los temas que ella proponía, y más se asustaba con las variaciones; pero aquello lo tenía en un paraíso terrenal.

Por desgracia la realidad se impone siempre sobre los paraísos. La muchacha era bonita, joven y coqueta. Pronto empezó a conocer don Zenón ausencias de su esposa. Un amigo le dijo que la había visto besándose en la Alameda con un repartidor de botica; otro le comentó que la vio entrar al cine Royal con un pachuco. ¡Pobre marido! Se cumplió en él la sentencia popular que dice: “Casamiento a edad madura, cornamenta o sepultura”.

Las hijas le decían a don Zenón (los hijos no):

-Esa mujer lo engaña,’apá.

Él no respondía.

-’Apá, deje a esa mujer.

No respondía él.

La joven esposa seguía con sus liviandades, pero eso no era estorbo para que no atendiera a su marido. Cuando estaba con él lo rodeaba de solícitos cuidados, y por la noche le entregaba el rico caudal de su encendida juventud y de sus habilidades de colchón.

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Un día hubo junta de familia, con asistencia de dos o tres amigos viejos de la casa. Las hijas de don Zenón, a cuyo coro se unieron ahora los hijos y los amigos, le hicieron la cumplida relación de las puterías de la muchacha. Debía librarse de aquella pecadora que lo engañaba descaradamente. Cuando por fin los duros fiscales terminaron la relación cumplida de las liviandades de la mujer, entonces sí habló don Zenón.

-Déjenme –dijo en tono terminante–. Es mi felecidá.

¡Qué sabia respuesta ésa! ¡Cuántos males nos ahorraríamos si fuéramos comprensivos con nuestro prójimo y aprendiéramos a respetar la idea que cada uno tiene de su felecidá!

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