Vanidad, por tu culpa he perdido...

Opinión
/ 4 abril 2024

El Antiguo Testamento debe leerse con cuidado: está lleno de sexo. Narra adulterios, incestos, casos de coitus interruptus y otros desórdenes carnales poco edificantes. Además abunda en él la violencia. Ya en la mismísima primera página hay un asesinato. Y lo peor es que el más violento de todos los violentos era Jehová. A Zeus, divinidad de los paganos, le daba por follar, o sea por coger, lo cual es entretenimiento muy entretenido y no hace daño a nadie. Claro, si se hace con cuidado y consentimiento mutuo. El hobbie de Yahvé, en cambio, era joder a los humanos. Lo hacía por cuantos medios podía: diluvios, fuego del cielo, ángeles exterminadores, plagas espantosas... Si así es Dios, entonces no cabe duda de que el hombre lo creó a su imagen y semejanza.

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Hay en la Biblia, sin embargo, un libro de gran sabiduría. Es el Eclesiastés. Ahí se lee aquello de: “Vanidad de vanidades; todo vanidad”. ¡Cuán cierto es eso! Hay quienes dicen que el dinero es causa principal de las acciones de los hombres (y de muchas acciones también de las mujeres, dicho sea sin ofender). Otros afirman que el sexo es la fuerza que mueve al mundo, aunque algunos ya no empujemos tanto. Los idealistas señalan al amor como la fuerza mayor del universo. Lo dijo Dante con palabras bellas: “L’amor che move il sole e l’altre stelle...”. El amor que mueve al sol y a las demás estrellas.

Sin ánimo de contradecir a nadie −y menos a Alighieri− pienso que las acciones humanas tienen su raíz en la vanidad. ¡Cuántas cosas hacemos porque nos están viendo! No tantas, claro, como las que hacemos porque no nos están viendo, pero de cualquier modo son bastantes. Eso, la vanidad, fue el lamentable origen de la desgracia que le ocurrió a Mardonio.

Mardonio, digámoslo desde el principio, no sabía montar a caballo. Estaba bueno para una cabalgata como ésas que tan de moda estuvieron hace algunos años, cuyos asistentes, en su mayoría, no sabían montar, y acababan con las nalgas hechas puré, dicho sea sin albur. Tampoco sabía montar Mardonio. En su vida había montado ni una exposición. Y ni siquiera tenía la experiencia de aquel anciano que en el rodeo le montó al toro Bloodybeast, salvaje animal que derribaba al mejor jinete en tres segundos flat. Y sin embargo el toro no pudo tumbar al viejecito. Duró 20, 30 segundos; un minuto, dos y tres duró el añoso jinete arriba de la espantable bestia, hasta que el toro se rindió, y se tendió, cansado, en el suelo. “¿Cómo le hiciste, abuelo? −le preguntó uno de sus nietos, asombrado−. ¡Nunca nos dijiste que sabías montar así!”. “Y no sé −respondió el valetudinario−. Pero a tu abuela siempre le daba el ataque cuando hacíamos el amor, y si ella nunca me tumbó, menos me iba a tumbar ese animal”.

Mardonio, otro personaje de mi cuento, fue a un jaripeo en un rancho.

-Móntale a ese caballo −le dijeron sus amigos−. Te está mirando Lupe.

-No sé montar −opuso Mardonio con temor−, y está muy bruto el penco.

-Tienes piernas de jinete −le contestaron los amigos−. Con ese sombrero y esas botas; con esa camisa a cuadros y ese cinturón de pita con hebilla plateada, pareces jinete. Es más: eres jinete. Además te está mirando Lupe.

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En efecto: de vez en cuando la rancherita miraba a Mardonio con ojos de “dese usted preso”. ¿Qué no hace uno de hombre cuando te está mirando una mujer con esos ojos? Eres capaz desde echarte una maroma hasta descubrir América, como hizo Colón porque la reina Isabel lo estaba viendo. Le montó Mardonio, pues, al tal caballo.

Nunca lo hubiera hecho. El animal lo derribó en menos que se dice ¡ah chingao! Lo pateó concienzudamente; lo mordió, y tres o cuatro veces pasó concienzudamente por encima de él. Lo dejó para la 39, que es la clínica del Seguro especializada en traumatología. Sentado en el suelo sobre boñiga y lodo, maltrecho y dolorido, escupió el pobre Mardonio la tierra y lo demás que había tragado, y luego dijo con enconoso acento:

-¡Qué pendejos son mis amigos! ¡Quesque soy jinete!

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