Demos gracias a Dios (II)

Opinión
/ 3 abril 2024

El hijo de aquel señor era robusto mocetón, y sano, y además bien parecido. Tenía un pequeño defecto: era muy tonto el pobre. Dios, que lo llenó de buenas cualidades de cuerpo, no fue tan generoso con él en lo que atañe a la mente, y le dio un cerebro de gorrión, o más chico quizá. Era muy tonto aquel muchacho. Si hubiese habido un concurso mundial de pendejos él habría sacado el segundo lugar, por pendejo.

Cierto día el muchacho le dijo a su papá, en tono muy solemne, que necesitaba hablar con él. Se preocupó el señor, pues nunca su hijo buscaba semejantes pláticas. Fue con él al despacho que en su casa tenía, y cerró la puerta para dar una mayor reserva a la conversación.

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-A ver –se dirigió al muchacho–. ¿Qué te pasa?

-‘Apá –dijo el mancebo–. Fíjese que me acosté con una señorita.

-¡Qué barbaridad! –se consternó el señor–. ¿Cómo fuiste a hacer semejante tontería?

Sobraba la pregunta. Los pendejos hacen pendejadas; ése es su oficio natural. Pero el padre preguntó eso porque pensó en la cauda de problemas que con su acción iba a causar el hijo. Tenía apenas 18 años, y seguramente se tendría que casar. El problema era grande. Su esposa debía enterarse de lo que sucedía. Llamó a la señora y le contó lo que su hijo había hecho. La desdichada madre rompió a llorar, cosa que las madres de antes sabían hacer muy bien.

-Dime –le preguntó a su hijo después de calmarse y sonarse los mocos–. ¿Quién es esa señorita con la que te acostaste?

-Se llama Damaria –respondió el muchacho.

-No recuerdo a ninguna de ese nombre –intervino el papá–. ¿De qué familia es?

-A su familia no la conozco –contestó el hijo–. No es de aquí. Pero me gustó mucho estar con ella, y me quiero casar.

-¿De dónde es? –interrogó premiosa la señora–. ¿Cómo la conociste?

Narró el hijo:

-Me invitaron unos amigos a una casa. Llegamos y había baile, y gente que tomaba en unas mesas. Se nos acercaron unas muchachas, y mis amigos les dijeron algo. Entonces la señorita que les digo me llevó a un cuarto. Ahí se desvistió. Con eso a mí me entraron muchas ganas, y me acosté con ella.

Un rayito de luz –luz de esperanza– empezó a brillar en el turbado corazón del padre. Preguntó a su hijo:

-¿En dónde está esa casa?

-En la calle de Terán –dijo el muchacho–. Tiene en la puerta un foco rojo.

El señor lanzó un suspiro de alivio tan grande que agitó el candil y las cortinas. La calle de Terán era la de las casas malas. Una gran sonrisa apareció en su rostro.

-¿De qué te ríes? –le preguntó su esposa, que en su inocencia no sabía de aquella calle ni de aquellos establecimientos de pecado.

-De nada –recobró el señor la compostura–. Hijo mío, no te preocupes. Puedes ir a esa casa cuando te dé esa gana que te dio, y estar con la tal Damaria cuantas veces quieras, sin contraer ninguna obligación. Otras cosas, sí, puedes contraer, pero ya te diré yo el modo de precaverte contra ellas.

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Se volvió el señor hacia su esposa y añadió:

-Y tú, mujer, da infinitas gracias a Dios. Tu hijo es pendejo, muy pendejo, pero al menos sabemos ahora que no es...

Y pronunció una palabra que yo no puedo decir por aquello de la Ley Contra la Discriminación, pero que empieza con pe y acaba con -uto.

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