Vanidad, por tu culpa he perdido...

Opinión
/ 4 abril 2025

De vez en cuando la rancherita miraba a Cuquito con ojos de dese usted preso. ¿Qué no hace un hombre cuando lo está mirando una mujer con esos ojos?

La Biblia debe leerse con cuidado: está llena de sexo. Habla de adulterios, incestos, onanismo y otros desórdenes poco edificantes. Además abunda en ella la violencia. Ya en la mismísima primera página hay un asesinato. Y lo peor: el personaje más violento de todos es Yahvé. A Zeus, divinidad de los paganos, le daba por coger, lo cual es algo muy entretenido y no causa daño a nadie si se hace con cuidado. El hobby de Yahvé, en cambio, era joder a los humanos. Lo hacía por cuantos medios podía: les enviaba diluvios, fuego del cielo, ángeles exterminadores, plagas espantosas... Si así es Dios, entonces no cabe duda de que el hombre lo hizo a su imagen y semejanza.

Hay en la Biblia, sin embargo, un libro de gran sabiduría. Es el Eclesiastés. Ahí se lee aquello de: “Vanidad de vanidades; todo vanidad”. ¡Cuán cierto es eso! Hay quienes dicen que el dinero es la causa principal de los actos de los hombres, y también de muchos actos de las mujeres. Otros afirman que el sexo es la fuerza que mueve al mundo, aunque algunos ya no empujemos. Los idealistas señalan al amor como la energía mayor del universo. Lo dijo Dante con palabras muy hermosas: “L’amor che move il sole e l’altre stelle...”. El amor que mueve al Sol y a las demás estrellas.

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Yo, sin ánimo de contradecir a nadie −y menos aún al Alighieri−, pienso que las acciones humanas tienen su raíz en la vanidad. ¡Cuántas cosas hacemos porque alguien nos está viendo! No tantas, claro, como las que hacemos porque nadie nos está viendo, pero de cualquier modo son bastantes. Eso, la vanidad, fue el lamentable origen de la desgracia que le ocurrió a Cuquito.

Cuquito, digámoslo desde el principio, no sabía montar a caballo. Estaba bueno para una cabalgata de esas que tan de moda estuvieron entre los políticos, que en su mayoría no sabían montar, y acababan con las nalgas hechas puré, dicho sea sin albur. Tampoco sabía montar Cuquito. En su vida había montado ni una exposición.

Sucedió que Cuquito fue a un jaripeo en cierto rancho.

-Móntale a ese caballo −le dijeron sus amigos−. Te está mirando Yajaira.

-No sé montar −opuso Cuquito con temor−, y es muy salvaje el penco.

-Tienes piernas de jinete −le contestaron los amigos−. Con ese sombrero y esas botas; con esa camisa a cuadros y ese cinturón de pita con hebilla plateada, pareces jinete. Es más: eres jinete. Y te está mirando Yajaira.

En efecto: de vez en cuando la rancherita miraba a Cuquito con ojos de dese usted preso. ¿Qué no hace un hombre cuando lo está mirando una mujer con esos ojos? En esas circunstancias todo varón que tenga el alma en su almario es capaz de cualquier cosa, desde echarse una maroma hasta descubrir América, como hizo Colón porque Isabel la Católica lo estaba viendo. Le montó Cuquito, pues, al tal caballo.

Nunca lo hubiera hecho. El animal lo echó por tierra en menos que se dice “¡Ah chingao!”. Lo pateó concienzudamente; lo mordió, y tres o cuatro veces le pisoteó las costillas y las nalgas. Lo dejó para la 39, que era la clínica del Seguro Social especializada en traumatología. Sentado en el suelo sobre boñiga y fango, maltrecho y dolorido, escupió el pobre Cuquito el lodo y lo demás que había tragado, y luego dijo con rencoroso acento:

-¡Qué pendejos son mis amigos! ¡Quesque soy jinete!

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