Vivir las ciudades: caminar sin anestesia

Opinión
/ 25 julio 2025

Uno aprende a mirar mejor cuando viaja, porque se detiene más. Porque está dispuesto a sorprenderse, a preguntarse por lo que ve, a dejarse interpelar

Todas las ciudades son, en cierto modo, un museo. No uno de vitrinas y audioguías, sino uno vivo, inmersivo, abierto las 24 horas. Un museo que no requiere boleto de entrada, pero sí algo que tiende a escasear: atención. Tendemos a trasladarnos por nuestras ciudades de forma distraída, con la mirada fija en la pantalla del teléfono y los audífonos reproduciendo nuestras canciones favoritas. Buscamos, casi sin notarlo, anestesiar la experiencia de cada trayecto, negándonos la posibilidad de sentir plenamente lo que las calles nos ofrecen.

Caminar con los sentidos despiertos es una manera de leer la ciudad. Cada calle cuenta una historia. Cada edificio conserva decisiones. Cada parque, cada estatua, cada trazo urbano es parte del relato que esa ciudad ha querido —o ha podido— construir sobre sí misma. Y lo mismo ocurre con la vida que fluye alrededor de esos espacios: las conversaciones de la gente, la fauna que coexiste con nosotros, los olores —agradables o no— que dan identidad a cada rincón.

TE PUEDE INTERESAR: El sur también existe (y se extraña)

Uno aprende a mirar mejor cuando viaja, porque se detiene más. Porque está dispuesto a sorprenderse, a preguntarse por lo que ve, a dejarse interpelar. Claro que eso sólo es posible si se abandona cierta comodidad. Quienes me conocen saben que amo la música, y por supuesto que sentí la tentación de caminar con los audífonos puestos, acompañado por un buen rock. Pero hacerlo habría sido perderme el canto del zorzal o las múltiples voces del estornino pinto.

Caminar atento, dejando que los sentidos se inunden de sensaciones que quizá no se repitan jamás, abre la posibilidad de adentrarse en la ciudad con esa disposición que permite descubrir y aprender. La conciencia de estar viajando facilita esa apertura, y sin duda fue lo que me permitió disfrutar más plenamente mi más reciente recorrido.

En Montevideo, por ejemplo, me detuve frente a una escuela pública que parecía un pequeño palacio: esa arquitectura decía algo sobre lo que alguna vez se pensó que debía ser la educación. En Buenos Aires, caminé cuadras enteras siguiendo la huella de los inmigrantes europeos en sus casas y en sus nombres. Y en Asunción, descubrí que también la precariedad puede narrarse con belleza, si uno afina el oído.

$!Plazoleta, en Buenos Aires, Argentina.

Pero no hace falta cruzar fronteras para leer una ciudad. Volver a caminar la propia, después de haber estado lejos, activa esa mirada del viajero. De pronto uno nota detalles que antes pasaban desapercibidos. En mi regreso a la Comarca Lagunera, por ejemplo, me sorprendió ver cuántos espacios públicos han sido intervenidos —con mayor o menor fortuna— en los últimos años. Y me pregunté qué tipo de ciudad queremos contar con esos cambios. ¿Qué relato estamos actualizando, borrando o inventando?

Caminar es, en el fondo, un acto de escucha. No sólo del entorno, sino de uno mismo en ese entorno. Tal vez por eso el viaje transforma: no porque nos lleve lejos, sino porque nos devuelve distintos. Y si uno logra conservar ese modo de mirar, cualquier ciudad —incluso la propia— puede seguir siendo un descubrimiento... siempre que estemos dispuestos a sufrir la caminata sin anestesias.

COMENTARIOS