¿Y por qué a mí no?
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Don Luterito era un ranchero. Vivía en el rancho de San Juan, y sólo una o dos veces al año venía a la ciudad, cuando otra cosa no podía hacer. Mucho le mortificaba tener que cambiar sus ropas de faena y sus zapatones rudos, campesinos, por el traje de catrín y los inmisericordes botines charolados que le apretaban como instrumento de martirio.
Aquella vez tuvo don Luterito (Eleuterio se llamaba, pero todos le decían don Luterito) que venir al Saltillo. Se sometió a la tortura de vestirse y calzarse, y en ruidoso carromato cuyos quiebros y vaivenes le sacaban a cualquiera el peor empacho o mal de ijares hizo el largo trayecto a la ciudad. Debía vender la cosecha de maíz, de modo que no pudo evitar hacer el viaje.
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Llegó don Luterito a Saltillo cuando pardeaba ya la tarde. Fue a dar a la plaza que llamaban del Mercado, ahora nombrada “de los güevones”, y ahí encontró a unos compradores de granos, forasteros, con quienes él en otro tiempo había tenido tratos comerciales. Con mucho gusto saludaron los comerciantes a don Luterito, y lo invitaron a hospedarse, como ellos, en el Hotel Jardín, frente a la plaza.
No acostumbraba hacer eso don Luterito, pues siempre se aposentaba en un mesón. Pero la invitación era afable, y muy alegres y dicharacheros los invitadores, de modo que don Luterito aceptó ir ahí. Lo registraron ellos, y luego lo llevaron a una habitación, diciéndole que se acomodara convenientemente, que lo esperarían abajo para ir a cenar.
En aquella amigable compañía cenó don Luterito. Después sus acompañantes se despidieron y le dijeron que regresara al hotel, ya que ellos debían arreglar un cierto asunto antes de ir a dormir. No dejó de extrañar al buen ranchero que sus flamantes amigos tuvieran negocios a esa hora, y decidió ir a pasear por la ciudad. Vio los escaparates de las tiendas; se maravilló con los resplandores del alumbrado eléctrico; fue a la Plaza de Armas y ahí concertó su gran reloj de bolsillo con el de la Catedral. Luego se sentó en una banca a contemplar el paso de transeúntes y automóviles.
Cuando sintió que el sueño lo vencía –se acostaba con las gallinas– regresó al hotel. Llegaba ya cuando vio que sus amigos, los tratantes, iban entrando al establecimiento en compañía de unas señoras muy pintadas. Las damas quedaron esperando en la entrada, rientes y platicadoras, mientras los comerciantes realizaban quién sabe qué trámite con el administrador.
Al día siguiente los amigos de don Luterito se despidieron de él. Les preguntó el ranchero:
-¿Y a mí no me van a pagar nada?
No entendieron los comerciantes. ¿Qué era lo que le tenían qué pagar?
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-Bueno −respondió el ingenuo ranchero−, ustedes me trajeron invitado al hotel, igual que a esas señoritas, para pasar la noche. Esta mañana vi que a ellas les daban dinero, y pensé que a lo mejor me lo irían a dar a mí también.
Con grandes carcajadas celebraron los comerciantes la cándida solicitud de don Luterito. No le explicaron el comercio que habían tenido con aquellas señoras, muy diferente al que antes habían tenido con él, y le dijeron que ya habría ocasión propicia para darle dinero, pero únicamente a cambio de su maíz.