‘¡Yo ya no me pertenezco!’. La primera gran mentira de AMLO
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“¡Ya no me pertenezco!”.
La frase ha sido diseccionada por diversos analistas que le regatean un sentido estricto, difícilmente aplicable a la realidad, concluyendo entonces que no pasa de ser un mero recurso retórico del populismo característico de quienes la han pronunciado (el Mico Mandante, Hugo Chávez, en 2009; y nuestro Tlatoani, Amlótl Cacayatzin, en su apoteósico discurso tras su avasallador triunfo electoral de 2018).
Desde luego que reconozco que la frase es demagogia pura y destilada. ¡Vaya! Pero para mí tiene todo el sentido del mundo, aunque la considero un tanto ociosa. No tendría por qué ser pronunciada con ese aire mesiánico de abnegación y sacrificio, es más, no tendría que ser pronunciada en lo absoluto.
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Renunciar a sí mismo en aras de asumir la primera investidura de cualquier nación es lo mínimo que se podría esperar de quien acepta dicha responsabilidad. Al rendir juramento se asume una serie de compromisos, obligaciones y responsabilidades que están muy por encima de los intereses o incluso las necesidades de quien acepta el cargo.
Se entiende que, como encarnación del Estado, el individuo renuncia a sus privilegios e incluso a varios de sus derechos, mismos que recuperará íntegros una vez que concluya su servicio.
Y esto es algo que, pese a haberlo pronunciado y presumido, el presidente López Obrador no entendió en todos sus años como Jefe del Ejecutivo: Que una de las varias cosas a las que no tiene derecho es a emitir opiniones, juicios, valoraciones o sentimientos.
Porque los pensamientos se generan en la primitiva, cerril, sectaria, maniquea y santurrona cabecita de una persona (la persona de Andrés Manuel López Obrador, un tabasqueño de 70 años de edad); pero salen por la boca del Presidente de la República, es decir, las pronuncia el Estado mexicano.
Lo dicho por un ciudadano no tiene más repercusiones que aquellas a las que él mismo se haga acreedor, pero lo pronunciado por un Presidente tiene consecuencias legales, implicaciones económicas, diplomáticas, sociales, históricas, etcétera.
Bien, al principio de su sexenio, cuando AMLO se percató de que no podría sustraerse de su compulsión por opinar de todo, porque habladas es todo lo que tiene para ofrecer como estadista, trató de hacer una división entre la persona y el jefe de Estado:
“Lo que diré a continuación, lo voy a decir como Andrés Manuel...”, o algo así balbuceó, como si la investidura tuviera un interruptor con el que se pudiera activar y apagar el modo presidencial.
Desde luego que no se puede. Es imposible separar al hombre del Presidente durante los seis años que está en funciones. Todo lo que diga lleva todo el peso de la autoridad del cargo que ejerce, toda la resonancia que le da el aparato gubernamental y toda la importancia que tiene el Estado mexicano. Aunque diga una sandez algo como AMLO, los diarios del mundo lo consignarán como un dicho del Presidente de México y no puede ser de otra manera.
López Obrador ha revirado los cuestionamientos de prensa y organismos independientes con ataques directos, exhibiendo datos personales, violando no pocas veces las disposiciones legales en la materia. Y cuando se le reprocha esta actitud, le da por plañir: “¿Y mi derecho a la libre expresión, qué?”.
¡Pero es que no lo tiene! ¿Qué, no lo entiende? Renunció a este derecho al jurar en el cargo, mismo que persiguió durante más de dos décadas sin prepararse según se ve.
No, no tiene derecho a decir, desde su tribuna, quién es conservador y quién es progresista; quién es clasista o quiénes son los enemigos de la Patria. Menos tiene derecho a hacer acusaciones o a exonerar, a decir qué medios publican la verdad y cuáles son infundios; tampoco a pronunciarse sobre las campañas o los candidatos; como tampoco puede externar su sentir sobre las elecciones en otras naciones, otorgando calificativos a sus mandatarios (metiendo a México en innecesarios entuertos diplomáticos); y ni siquiera debería hacer su “revisionismo” de la Historia de México.
Muy a diferencia de un funcionario gubernamental (que no puede hacer nada, nada excepto lo que la ley le permite), los ciudadanos podemos hacer todo (todo excepto lo que la ley nos prohíbe). Son dos condiciones muy distintas, sin embargo, AMLO disfruta ejerciendo el poder casi omnímodo que le da la Presidencia, pero se rehúsa a renunciar a las prerrogativas del ciudadano común, como si fuera él uno más de nosotros y no lo es, ni lo será hasta el primero de octubre.
Muy a propósito de derechos, otro del cual se supone deberíamos gozar los ciudadanos es el derecho a nuestra búsqueda de la verdad, a formar nuestras opiniones, a definir nuestra realidad: decidir cuáles medios nos mienten y cuáles otros nos parecen de fiar; decidir a quién percibimos como una persona honesta y quién nos despierta desconfianza; decidir cuál versión de la Historia nos convence, quiénes son sus héroes y quiénes sus villanos; decidir quién incurre en actitudes clasistas y racistas y repudiarlos en consecuencia. Todo sin la intromisión, ni el consejo, la tutela, ni la dirección de un Gobernante que esté señalándonos todos los días cuál es el criterio a seguir para no incurrir en traición o desacato.
La renuncia que de sí mismo hace cualquier Presidente (prácticamente cualquier gobernante); no tendría nada de particular o de heroico, sino que es un requisito mínimo para acceder a un cargo de cierta responsabilidad. Es la elemental renuncia a los intereses, aspiraciones y pasiones personales en beneficio de un bien común.
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Empero, suena demasiado glorificante como para que nuestros gobiernos populistas se resistan a pronunciarlo con un dejo de Mártir del Calvario, aunque nunca hayan entendido cabalmente el significado de la frase. ¡Yo ya no me pertenezco!
Lo aterrador: La marioneta del oficialismo, la próxima presidenta de México, la misma que es incapaz de saltarse una coma del discurso del Presidente y que hasta intenta mimetizarse con él, imitándolo de manera patética, Claudia Sheinbaum, pronunció ya esta máxima demagógica hace unas semanas en su campaña: “Yo ya no me pertenezco, ahora represento una esperanza”.
Y admitámoslo, sólo ella podía lograr que esta frase, de por sí hueca y resobada por lo peor del populismo latinoamericano, sonara todavía más vacía, muerta y estéril.