Opinión: Es momento de volver a acercarte a tu familia conservadora

Vida
/ 15 julio 2025

No hace mucho, sentí el deber cívico de ser grosero con el hermano menor de mi esposa.

Por: David Litt

Conocí a Matt Kappler en 2012, y enseguida quedó claro que no teníamos nada en común. Él levantaba pesas al ritmo de death metal; yo trotaba al ritmo de Sondheim. Yo era uno de los redactores de discursos del presidente Barack Obama y tenía un título de la Ivy League; él era un gran fanático de Joe Rogan y obtuvo una licencia de electricista. Mis primeros recuerdos de Matt son borrosos: yo intentaba sobre todo impresionar a sus padres. Aun así, nos llevábamos bien, charlábamos amistosamente en vacaciones y eventos familiares.

Entonces llegó la pandemia y nuestras preferencias empezaron a ser algo más que diferencias de gusto. Estábamos en bandos opuestos de una guerra civil cultural. La división más profunda era la vacunación. No me escandalicé cuando Matt no se vacunó contra la covid. Pero me desconcertó. Rechazar una vacuna durante una pandemia parecía un rechazo a la ciencia y a la autopreservación. Me pareció que estaba rompiendo el contrato social que, hasta ese momento, había imaginado que compartíamos.

Si Matt hubiera sido un amigo y no un familiar, probablemente habría cortado el contacto por completo. Así las cosas, en las escasas ocasiones en que nos veíamos, siempre en exteriores, yo hablaba a retazos desaprobatorios.

“¿Te ha ido bien en el trabajo?“

“Mhrmm”.

Mi frialdad no era personal. Era estratégica. Ser antipático con quien rechazaba la vacuna me parecía lo correcto. ¿De qué otra forma podríamos motivarles para que se enmendaran?

No era el único que pensaba así. Un ensayo de 2021 para USA Today declaraba: “Es hora de empezar a evitar a los ‘indecisos sobre la vacuna’”. Un artículo del LA Times iba más allá, argumentando que para crear “momentos de enseñanza”, podría ser necesario burlarse de la muerte de algunos antivacunas.

El rechazo como forma de rendición de cuentas se remonta a milenios atrás. En la antigua Atenas, un ciudadano considerado una amenaza para la estabilidad del Estado podía ser condenado al ostracismo, es decir, expulsado de la sociedad durante una década. Durante gran parte de la historia, el destierro se consideraba tan severo que sustituía a la pena capital. El objetivo de la letra escarlata de Hester Prynne era demostrar que había infringido las normas y disuadir a otros de hacerlo.

Pero eso era antes de las redes sociales. Vivimos en un mundo de grupos de seguidores en línea, información al estilo “elige tu propia aventura” y relaciones parasociales. Pocas personas que perdieron amigos a causa del rechazo a la vacuna cambiaron de opinión. Simplemente consiguieron nuevos amigos. Los exiliados de una versión de la sociedad fueron rápidamente acogidos por otra: un universo alternativo lleno de vendedores de agravios y teóricos de la conspiración que prosperaban con historias de conservadores victimizados.

Se ha producido una clasificación en campos de creencias, algorítmicamente y en la vida real. Dicta con quién nos emparejamos en las aplicaciones de citas y dónde vivimos. Bloqueamos a aquellos con los que no estamos de acuerdo en internet; abandonamos el chat grupal; no nos presentamos en las celebraciones de Acción de Gracias. Datos recientes sugieren que, en la actualidad, uno de cada cinco estadounidenses está distanciado de un miembro de su familia por motivos políticos. Seguramente surgirán más puntos de profundo desacuerdo: sobre la represión de la migración por el gobierno del presidente Trump y el uso del ejército en asuntos internos, sobre los mandatos MAHA (de la sigla en inglés de Hagamos a Estados Unidos saludable de nuevo) de Robert F. Kennedy Jr., sobre el antisemitismo, sobre un megaproyecto de ley que quita asistencia sanitaria a los pobres mientras recorta impuestos a los ricos.

Nadie está obligado a pasar tiempo con personas que no le importan. Pero quienes sentimos la obligación de rehuir estratégicamente debemos preguntarnos: ¿Qué se ha conseguido con tanto destierro? No solo es ineficaz. Es contraproducente.

Hoy en día, el ostracismo puede perjudicar más al que expulsa que al expulsado.

Ojalá pudiera decir que aprendí esto mediante la autorreflexión y el estudio. Lo que ocurrió en realidad es que empecé a practicar surf. Tras mudarme a la costa de Jersey en 2022, me inscribí a clases. A pesar de mi avanzada edad, 35 años, y de mi falta de talento natural, me enganché. Matt era el único surfista que conocía. Dejé a un lado mi antipatía de principios.

Desde el momento en que empezamos a remar juntos, me di cuenta de que mi estrategia de la ley del hielo había fracasado. Yo había pasado el pico de la pandemia en una burbuja cultural, y él había hecho lo mismo. Cuando nos dirigíamos a un descanso o nos poníamos los trajes de neopreno, a menudo expresaba opiniones —sobre los méritos del vigilantismo o los beneficios para la salud de las inyecciones de células madre mexicanas— que me parecían un poco desquiciadas.

¿De dónde viene esto? me preguntaba. La respuesta era casi siempre “el pódcast de Joe Rogan”.

Supuse que nuestro experimento de compañeros de surf fracasaría estrepitosamente o que Matt se pasaría a mi bando. Ninguna de las dos cosas ocurrió. En cambio, las conexiones que encontramos fueron minúsculas y sin relación con la política. Estamos de acuerdo en que “Shrimply Irresistible” es el nombre tan malo que resulta perfecto para una marisquería, y que “Love Story” de Taylor Swift es un clásico. Aunque todavía no me consideraría fan de Rogan, compartimos el aprecio por su entrevista a la leyenda del surf Kelly Slater. Matt y yo seguimos siendo muy diferentes, pero hemos llegado a lo que es, en los Estados Unidos actual, una conclusión radical: no siempre aprobamos las elecciones del otro, pero nos caemos bien.

Ayudó que en el océano, nuestros lugares en el orden jerárquico se invirtieran. Matt es un surfista muy bueno —se le podría llamar “de élite”— y yo no. Según las reglas no escritas del surf, él tenía derecho a mirarme por encima del hombro. Pero nunca lo hizo. Su generosidad de espíritu en el agua me hizo replantearme mi propio comportamiento en tierra.

Tres años después de mi primera clase de surf, Matt y yo no hemos cambiado realmente de opinión sobre los grandes temas nacionales. Pero nos hemos cambiado mutuamente. Su intrepidez en el surf me hizo más valiente. Su capacidad para ir “sobre la cornisa”, lanzándose desde las olas rompientes, me ayudó a no pensar demasiado. Condenarle al ostracismo no habría alterado su comportamiento, y habría empeorado mi propia vida.

Sospecho que eso también es cierto para Matt. Aunque nunca le he preguntado si nuestra amistad le ha hecho más abierto de mente —nos resultaría vergonzoso—, estoy seguro de que la respuesta es afirmativa. El año pasado, cuando consideré brevemente la posibilidad de presentarme a las elecciones, Matt dijo que votaría por mí. Cuando le pregunté por qué, su respuesta no tenía nada que ver con el partido o la política. “Eres un tipo normal”, me dijo. “Paseas al perro”.

Cuando comparto historias sobre surfear con mi cuñado, a menudo me hablan de relaciones en sus propias vidas llevadas al límite por la política. A veces, están orgullosos de los lazos que han roto. Más a menudo, esperan encontrar una manera de seguir adelante. ¿Cómo podemos explotar las burbujas de desinformación? ¿Pueden repararse las amistades fracturadas en la era Trump?

Mi consejo es siempre el mismo. Nuestras diferencias son significativas, pero permitir que lo signifiquen todo es parte de cómo hemos acabado aquí. Cuando cortamos los contactos o dejamos que los algoritmos nos clasifiquen en facciones enfrentadas, olvidamos que no hace tanto tiempo teníamos cosas de las que hablar que no tenían que ver con la política. Rechazar a otros le funciona a los demagogos, pues les facilita que nos dividan e incluso, en algunos casos, que inciten a la violencia.

Hay, por supuesto, algunas personas tan comprometidas con la aversión que ésta las define. Si Stephen Miller quiere una lección de surf, la rechazaré. Pero, ¿así es la mayoría de la gente? En una época en la que el destierro es contraproducente, mantener la puerta abierta a una amistad improbable no es traicionar los principios, sino afirmarlos.

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