Amor en el Saltillo colonial: Cuando el ‘sí’ de los amantes era todo un sacramento
Los deseos y el amor han sido siempre los mismos, lo que cambian son los obstáculos que se le ponen según la época
El amor es mortal. Es decir: el amor está amenazado por la vida. ¿O la muerte? El amor que gozan los amantes no conduce a la paz. Es un impulso. Hubo una época en que la aventura del amor y el deseo fuera del matrimonio era un delito. En la Villa de Santiago del Saltillo, hoy capital de Coahuila, te podían azotar y desterrar por adulterio. El castigo era más severo para un amante que para un violador o un asesino. Y sin embargo, los saltillenses de hace más de 300 años amaban.
“Fiándome de su palabra y segura de ello condescendí a su voluntad”, en otras palabras: tuvo relaciones sexuales, declaró Juana Martínez en un juicio contra su enamorado en 1678.
¿Por qué confesó esta intimidad ante las autoridades civiles y eclesiásticas de la Villa de Saltillo? Existía un delito llamado “Incumplimiento de palabra”, de acuerdo con el historiador e investigador Carlos Manuel Valdés en su libro “Sociedad y delincuencia en el Saltillo colonial” (2002), basado en numerosos documentos del Archivo Municipal.
Para tener sexo antes de casarse, los hombres daban una palabra de matrimonio a las mujeres, es decir, se comprometían a casarse: hacían la señal de la cruz en la mano y les daban un regalo. Si la mujer aceptaba, entonces podían empezar su vida sexual. Si el hombre no cumplía su promesa, entonces la agraviada o su familia podían acusarlo ante el alcalde o el párroco. Entonces el sacerdote los casaba.
La palabra que se entregaba era sagrada. El “sí” entre los amantes era un sacramento. El caso de Juana Martínez se repitió muchas veces con otras jovencitas saltillenses más de 100 años.
EL CRECIMIENTO SOCIAL Y EL AMOR
Era el siglo 17. La villa se expandía y era frecuentemente asediada por tribus nómadas del norte mexicano, que eran ejecutados por hacendados y militares a la menor provocación. El robo de ganado que luego se comían, por ejemplo, era motivo para acabar con decenas o centenares de diversos grupos indígenas, comúnmente conocidos por la palabra chichimeca.
El enfrentamiento entre los “civilizados” y “bárbaros” acabaría con el exterminio es estos últimos. El negocio de la esclavitud, aunque prohibido en la Nueva España, y los trabajos forzados ayudarían en gran medida a la extinción de los pueblos originarios, quienes también asesinaron y pretendieron erradicar todo rastro de “blancura”.
La sangre corría. También el agua de la acequia que dividía a la Villa de Santiago del Saltillo, al oriente, para españoles, criollos, negros y mestizos; y a San Esteban de la Nueva Tlaxcala, al poniente, para indios. Los arroyos no tenían alma de alcantarilla. Las casitas achaparradas en los linderos de la acequia guardaban gran espacio entre una y otra. Ese era el terreno para el cortejo: en las actividades cotidianas o amparados bajo la oscuridad de la noche, los saltillenses platicaban; los varones podían insistir días, meses o años para ser aceptados por las mujeres y tener relaciones sexuales bajo la promesa del matrimonio.
También podían pasar días, meses o años para que el hombre cumpliera su palabra de matrimonio, incluso los amantes podían vivir juntos y haber procreado hijos, y el hombre seguía incumpliendo su promesa. Entonces la mujer, o su familia, lo acusaban ante el alcalde o el párroco y lo citaban a un juicio. ¿Y qué le preguntaban? Sencillo: si había dado su palabra para contraer matrimonio con la jovencita. Aunque parezca extraordinario, la mayoría de los acusados aceptaban la verdad.
“Es verdad todo lo contenido y que es su mujer legítima porque le dio palabra y que él no se ausentó por no casarse, sí por venir a trabajar y volver a cumplir la palabra”, contestó Joaquín en 1693 en el juicio por incumplimiento de palabra a su pareja, María de la Rosa.
Decimos hombres y mujeres, pero hay que recordar que las edades de los involucrados en estos cortejos eran jovencitos de entre 13, 16 y 18 años. Y que según Santo Tomás de Aquino y el rey Alfonso X, “el Sabio”, en el siglo 13, el “sí” entre los amantes consumaba el matrimonio ante Dios y sin la intervención de la Iglesia, por eso los sacerdotes normalmente cumplían con la regla de casar a los amantes si había una promesa de por medio.
PODER FEMENINO, PASIÓN Y ADULTERIO
Los saltillenses del siglo 17 no conocían las disertaciones teológicas y legales de Santo Tomás de Aquino y Alfonso X. La mayoría ni siquiera sabía leer y escribir. ¿Cómo llegó a ellos ese conocimiento y cómo las mujeres lo usaron a su favor en una sociedad con fuertes normas morales, donde incluso la autoridad y la Iglesia se metían en la vida privada?
El matrimonio por conveniencia era frecuentemente arreglado por los padres de familia en esa época. Es decir, casaban a sus hijas o hijos por beneficios económicos o inmateriales (como un mejor nombre o posición social).
¿Cómo podía una jovencita de entre 13 y 16 años romper el compromiso arreglado por su papá y casarse con quien amaba, o al menos con quien ella quería?
La respuesta es mediante una palabra de matrimonio de su enamorado. Si consumaban el sexo después de la promesa, entonces la Iglesia estaba obligada a casarlos, y la autoridad civil tenía que reconocerlo.
AMOR Y DESTIERRO
El amor y el deseo son trasgresores, mueven límites aunque topen con grilletes legales y morales. El sexo consensuado, pero fuera del matrimonio y sin compromiso era considerado un delito llamado “amistad ilícita”. En 1667, Juan de la Riva, un mulato (hijo de español y negra) fue desterrado de la Villa de Santiago del Saltillo por mantener amoríos con una española, doña Beatriz de las Ruelas, que no era su esposa. ¿Pero cómo y por qué se enteraban las autoridades civiles y religiosas quién tenía relaciones?
Los poderes espiaban. Los vecinos delataban. Y si las autoridades eran severas, las damas ricas eran aún más crueles: la señora Guajardo encontró a su esclava fornicando con un mulato, a quien encarcelaron inmediatamente. La señora exigió 50 azotes y el destierro del criminal por “ofensa a Dios”, “público escándalo”, “mal ejemplo de esta villa y en especial de otras criadas mías, “descrédito a mi casa”, “peligro de mi vida” y “detrimento de mi dinero”.
‘Tuyo hasta morir’
Los documentos muestran que los raptos y violaciones de mujeres, así como los asesinatos, eran menos sancionados (o resultaban sin sentencia) que el adulterio, una práctica muy común en la época, de acuerdo con el número de juicios registrados.
Después del inicio del movimiento de independencia en México, un matrimonio fue desterrado de Saltillo en 1811 porque la esposa engañaba a su marido, y este lo sabía y ocultaba. El párroco impidió la sanción, pero sí hubo un juicio en el que incluso consta una carta de José Grande a su amante:
“Ya me desahogo, mi alma, porque nos gocemos, aunque dime si voy esta noche, mira que ya no puedo aguantar. Queda todo tuyo hasta morir”.
El final de este juicio no está completo. Lo cierto es que los saltillenses buscaron la aventura del amor y el deseo sin reparar en prohibiciones y pecados.