Adiós. A eso se reduce todo
Quizás habrá quienes recuerden al padre Ricardo Racines Uriarte. Llegó a Saltillo a fines de los cincuenta o principios de los sesentas y estuvo un tiempo aquí. Entiendo que vino como profesor del Seminario.
Era español, o al menos tenía traza de tal. Ceceaba al hablar, y ceceaba también en su modo de ser. Quiero decir que su conducta no era la de un cura mexicano. Por ejemplo, una de las primeras cosas con que nos asombró fue pedirnos que le habláramos de tú. En ese entonces algunos besaban todavía la mano de los sacerdotes, de modo que nos sorprendió mucho aquella petición de partir el turrón. Así se decía cuando dos personas acordaban hablarse de tú.
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Al padre Racines le gustaba mucho tomar el café y charlar. Lo hacíamos en el merendero que Ernesto y Chuy Carlos Mena tenían junto a la panadería en donde aún hacen el pan de pulque estupendísimo que ha dado fama a su establecimiento y a Saltillo. Ahí charlábamos con Ricardo hora tras hora. Hablaba él de cosas de religión y nosotros de cosas mundanales. Ambos temas son muy interesantes. A veces la tertulia se prolongaba hasta las horas de la madrugada. Conservo la vaga imagen de una noche que casi se nos hizo día. Cuando fuimos a dejar a Ricardo al Seminario la puerta del recinto estaba ya cerrada y nadie acudió a abrir cuando él llamó. Tuvimos que acercar a una barda lateral la camioneta en que íbamos para que él subiera al techo y saltara luego la tapia como escolar travieso que vuelve al internado después de una escapada.
Ricardo escribió un libro de título dramático: “1969 y el fin del mundo”. En él vaticinaba una gran catástrofe que sucedería en ese año de número tan sugestivo. No indicaba precisamente cuál, y como sucedieron muchas catástrofes –todos los años suceden bastantes- la profecía se cumplió puntualmente.
La obra que digo contenía un capítulo muy interesante. En él narraba Ricardo que en cierta ocasión acertó a estar en un pequeño pueblo minero de Coahuila. Ya no recuerdo cuál: Rosita, Cloete, Las Esperanzas, Agujita, Palaú; alguno de esos lugares carboníferos. El caso es que cuando llegó no había alojamiento disponible, y el párroco le puso un catre en la sacristía del templo.
Dormía profundamente aquella noche cuando lo despertaron fuertes golpes que alguien daba en la puerta de la iglesia. Fue a abrir y se encontró frente a un joven que le dijo que iba a emprender un largo viaje, y no quería irse sin antes hacer confesión de sus pecados. Lo confesó el sacerdote, y el muchacho se fue tal como había venido. Para poner más dramatismo en el relato diré que se perdió en las sombras de la noche.
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Al día siguiente Ricardo le contó al párroco lo sucedido. El cura se sorprendió bastante al oír el relato, y le preguntó cómo era el muchacho, y cómo iba vestido. Hizo la descripción Ricardo, y entonces el párroco le dijo que aquel joven minero había muerto días antes en una explosión de la mina, en cuya profundidad quedó sepultado para siempre. Había, pues, confesado a un muerto; a un alma en pena. En este punto un calosfrío debe bajar por la espina dorsal de los lectores. Si no baja es porque su espina dorsal no es apta para que por ella bajen calosfríos.
Se fue de Saltillo el padre Racines. Años después me topé con él en una calle céntrica de la Ciudad de México, pero había cambiado mucho -o había cambiado yo-, y fue como el encuentro de dos extraños. Unas breves palabras de saludo y luego:
-Adiós.
-Adiós.
A eso se reduce todo. La vida es un constante adiós.