Añeja sabiduría
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Estoy hablando con don Abundio, el viejo cuidador del rancho, acerca de las cosas del Potrero. Las acequias, los árboles, las siembras... Me dice de repente en tono admonitorio, sin que el consejo venga al caso: “Mire, señor licenciado: si ve usté a alguien que está en el sol pudiendo estar en la sombrita, haga negocios con él. Seguramente es un pendejo”, ¡Viejo socarrón! Hasta ahora me doy cuenta de que a lo largo de la charla he estado bajo los rayos del sol, en tanto que él se protegía con la sombra que daba la pared. ¿Qué edad tiene don Abundio? Yo no se lo pregunto. Quienes llegan al rancho, mis amigos, sí. “¿Cuántos años tiene usted, don Abundio?”. Su respuesta: “Cada año uno más. Cada año uno menos”. Esa frase bien pudo haberla dicho Séneca. Evoco a mi ilustre paisano, don Artemio de Valle Arizpe. Cuando alguien le preguntaba cuántos años tenía, solía responder: “Me perdonará que no se lo diga. No me gusta hablar de mis enemigos”. Recuerdo también a doña Mariquita. Si alguien quería saber su edad le contestaba: “Si te la digo, ¿te saco de algún apuro?”. El preguntón –o preguntona– se desconcertaba. Respondía: “No”. Y remataba doña Mariquita: “Entonces no te la digo”. Antes de que llegara la epidemia fui con don Abundio a un rancho ganadero del norte, invitados por su propietario. Su dueño nos llevó en su camioneta a recorrerlo en toda su extensión. El camino tenía una larga sucesión de falsetes. ¿Qué es un falsete? En lengua campirana es una puerta falsa que se pone para evitar que las reses salgan de una extensión cercada. Esos falsetes están hechos de palos unidos por alambres de púas. Hay que abrirlos para pasar por ellos y luego cerrarlos otra vez, pues dejarlos abiertos es, en el campo, faltar muy gravemente a los deberes de buena vecindad. Va don Abundio en la camioneta del lado de la puerta; el dueño del rancho ocupa el sitio del volante; en medio voy yo. Así, a don Abundio le corresponde abrir y cerrar los falsetes. Y son muchos. Un falsete. Bajar de la camioneta. Abrir la puerta. Cerrarla. Subir a la camioneta... Medio kilómetro más allá otro falsete... Bajar de la camioneta. Abrir la puerta. Cerrarla. Subir a la camioneta... Y a los 500 metros otro falsete más... Bajar de la camioneta, etcétera, etcétera, etcétera... Y otro falsete... Y otro... Y otro... Y al regreso lo mismo otra vez. Llegamos a comer ya cerca de las 5 de la tarde. El rico propietario nos ofrece una cerveza. Empieza a hablarnos de sí mismo. Le gusta ir a Las Vegas. Le gusta más ir a Las Vegas que a París, donde se aburrió la vez que lo llevó su esposa. “Y usted, don Abundio, ¿ha ido a Las Vegas?”. “No, señor. Pa’llá no conozco, la mera verdá”. “Pues vamos –propone el señor, que se ha tomado tres cervezas ya–. Yo los invito. Nos vamos usted, el licenciado y yo”. Don Abundio le da un trago a su cerveza. “Perdone la ignorancia –pregunta luego en tono humilde–. ¿Qué tan lejos está de aquí a Las Vegas?”. “Hombre, no sé –vacila el ganadero–. Unos 2 mil kilómetros, supongo, o más”. Y repite otra vez la invitación: “Ándele, don Abundio, vamos. Yo lo invito”. “No –rechaza la invitación el viejo–. De aquí a allá debe haber un chingo de falsetes”. El ganadero no conoce a don Abundio. No sabe si ha hablado en serio o en broma. Yo, que conozco bien a don Abundio, tampoco sé si ha hablado en broma o en serio. Y es que cuando tiene una de esas salidas –que son más bien entradas– se queda con expresión inexpresiva. El ganadero ya no repite la invitación. Cambia de tema. Poco después don Abundio pide permiso para salir “afuera”. Cuando se ha retirado me dice el anfitrión: “Oye, Catón: se me hace que don Abundio me chingó”. Yo le respondo: “Nos”... FIN.