Aranceles: Impuestos sin visa
Son una herramienta válida de política comercial, pero deben usarse con inteligencia, estrategia y mucho cuidado. Porque si se abusa de ellos, pueden volverse un boomerang económico
¿Te ha pasado que vas al súper, ves un producto importado que te encanta, y de pronto, −¡¿qué?!− cuesta el doble de lo que esperabas? No, no es mala suerte ni la inflación que se volvió loca (bueno, a veces sí). Muchas veces el culpable tiene nombre y apellido: los aranceles.
Un arancel es, en pocas palabras, un impuesto que un país impone a los productos que vienen del extranjero. Si una empresa de Japón quiere venderle autos a México, tiene que pagar un “extra” para entrar al país. ¿Para qué? Pues para que los productos hechos en México no se vean arrasados por la competencia extranjera que, en muchos casos, puede ofrecer precios más bajos por tener menores costos laborales o normativas más relajadas.
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Y sí, sobre el papel suena lógico. Los aranceles protegen a la industria nacional, hacen que el dinero se quede en casa y ayudan al gobierno a recaudar más impuestos. También incentivan a los consumidores a comprar local, lo cual puede ser positivo para el empleo y la economía interna.
Pero, como todo en la vida, los aranceles tienen su lado oscuro.
Cuando un país decide imponer aranceles, no lo hace en el vacío. Los países a los que se les encarece la entrada suelen responder con la misma moneda. Así empiezan las famosas guerras comerciales: tú me pones impuestos a mis vinos, yo te pongo impuestos a tu maíz. Y los que terminan pagando los platos rotos somos nosotros, los consumidores.
Además, hay sectores donde simplemente no hay suficiente producción nacional para satisfacer la demanda, o donde los productos extranjeros tienen mejor calidad. En esos casos, el arancel sólo sirve para encarecer las cosas sin ofrecer alternativas viables.
Por otro lado, los países exportadores también salen perdiendo. Sus productos se vuelven menos competitivos, pierden mercado, bajan sus ingresos y hasta pueden verse obligados a recortar empleos o cerrar fábricas. Es decir, lo que comenzó como una medida de protección termina generando problemas del otro lado de la balanza.
Entonces, ¿los aranceles son buenos o malos? La respuesta real es: depende. Son una herramienta válida de política comercial, pero deben usarse con inteligencia, estrategia y mucho cuidado. Porque si se abusa de ellos, pueden volverse un boomerang económico, que afecta tanto al que los impone como al que los recibe.
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En un mundo muy conectado entre sí, donde el comercio global es la norma y no la excepción, jugar con los aranceles es como meterle freno a un tren en movimiento. Puede evitar un choque, pero también puede descarrilar toda la ruta.
Así que, la próxima vez que escuches que el kilo de aguacate mexicano está perdiendo terreno en Estados Unidos o que los productores de jitomate están en crisis porque ya no exportan como antes, ya sabes, no siempre es por baja calidad o poca demanda. A veces toda la culpa es del arancel.
LinkedIn: Ricardo Ozuna