Árbol y nube

Opinión
/ 14 octubre 2025

A mí la gente me cuenta cosas, y luego yo le cuento esas cosas a la gente. Los relatos que escribo no son tan buenos como los que escucho: les falta la escenografía

Este señor se ha levantado a las 4:00 de la mañana para llevarme de mi hotel al aeropuerto. No quiso que me fuera en taxi. Todavía es de noche. Estoy en uno de esos viajes absurdos –¿habrá alguno que no lo sea?– derivados de mi oficio de juglar. Saldré de Querétaro a las 6:00 de la mañana con rumbo a Monterrey, y a las 9:00 tomaré ahí otro avión que me llevará a Puerto Vallarta. No encontró la agencia de viajes otro medio de ponerme en Vallarta a tiempo para mi siguiente conferencia.

Es alto y delgado este señor queretano, y tiene aspecto distinguido. Le encuentro parecido con John Gavin, que fue actor y luego aprovechó esa experiencia para volverse diplomático. El señor trabaja para la empresa en cuya convención nacional he participado.

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A mí la gente me cuenta cosas, y luego yo le cuento esas cosas a la gente. Los relatos que escribo no son tan buenos como los que escucho: les falta la escenografía. Sucede lo que en aquella representación de “Rigoletto” que vi una vez en el Covent Garden de Londres. El personal de utilería y vestuario se puso en huelga de repente, y la ópera se cantó sin decorados y con la ropa que los cantantes llevaban al ir al teatro. Gilda iba con suéter y pantalón de cuero; el duque de Mantua traía chaqueta y tenis; Rigoletto –sin joroba– lucía bermudas y una camisa hawaiana. No fue lo mismo.

Tampoco yo puedo reproducir el ambiente en que oigo los relatos de las mujeres y hombres a los que veo en mis viajes y que jamás, posiblemente, miraré otra vez. ¿Puede alguien poner en un artículo para periódico la hondura de la noche queretana, el silencio de la ciudad no amanecida, el viento del alba que llega de la Cuesta China buscando el acueducto para jugar entre sus arcos?

Este señor me dice que es hijo de español. Su padre llegó a México cuando la Guerra Civil. En España era campesino. Un día los republicanos ocuparon su aldea, formaron a todos los hombres en la plaza y a cada uno le dieron un fusil. Él tenía 17 años. Dos combatió. Luego llegó la derrota de su bando. Logró escapar a Francia, y ahí estuvo en un campo de concentración. Los franceses sacaban a los refugiados todas las mañanas y los llevaban a trabajar en una fábrica. Por la noche, los encerraban otra vez. En la fábrica vio el muchacho a una chica de grandes ojos negros, española también, y refugiada. Después de un año el muchacho salió del campo de concentración y fue a Marsella, pues supo de un barco que iba a México. En el barco volvió a ver a la chica. Con ella se casó al llegar a Veracruz.

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El señor recuerda que su padre tenía las piernas llenas de cicatrices.

–¿Por qué? –le preguntó un día.

–No sabíamos nada de la guerra –le explicó él–. Nadie nos dijo que cuando estalla una bomba te debes tirar al suelo. Nosotros las veíamos explotar en la tierra, y nos subíamos a los árboles para salvarnos.

Hemos llegado al aeropuerto. Nos despedimos. Ahora voy en el avión. Desde la ventanilla miro el cielo. No es ya de noche, y no es aún de día. Si estás despierto a esta hora la realidad parece sueño. Vuelvo a mirar por la ventanilla del jet. Hay a lo lejos una nube que tiene forma de árbol.

Escritor y Periodista mexicano nacido en Saltillo, Coahuila Su labor periodística se extiende a más de 150 diarios mexicanos, destacando Reforma, El Norte y Mural, donde publica sus columnas “Mirador”, “De política y cosas peores”.

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