Asunción, Paraguay: dos ciudades en una
Una es la ciudad vieja, donde el guaraní se escucha en cada esquina, la gente camina sin prisa y la calidez suple la falta de grandes monumentos. La otra es la ciudad nueva, la del boom inmobiliario, en la que se levantan modernos rascacielos y todo habla el lenguaje del dinero
Hay diferentes estilos de viajero. Algunos son sumamente estructurados: investigan con antelación el lugar que visitarán, seleccionan con cuidado los sitios por conocer y, al llegar, ya tienen un itinerario detallado que procuran seguir con disciplina. Dejan muy poco margen a la improvisación. Yo soy casi todo lo contrario. Digo casi, porque al menos sí elijo el destino al que quiero ir; no soy de los que llegan al aeropuerto y compran un boleto al azar, rumbo a donde sea. Pero una vez tomada esa decisión, me entrego por completo a lo inesperado. Me gusta dejar que el lugar me sorprenda.
Hay sitios sobre los que uno ya tiene referencias antes de llegar. Si alguien va a Río de Janeiro sabe que hay que subir al Corcovado a ver el Cristo Redentor. Pero sobre Asunción, Paraguay, yo no sabía prácticamente nada. Apenas que era la capital del país. Ni siquiera había reparado en el origen religioso de su nombre, hasta que compré el boleto del autobús que me llevaría desde Foz do Iguaçu, Brasil. La línea se llamaba “Nuestra Señora de la Asunción”, y fue ahí cuando hice conciencia del dato más básico que uno puede saber sobre una ciudad: el porqué de su nombre.
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El trayecto en autobús fue largo —unas cinco horas—, con una breve escala en Ciudad del Este, y para colmo estuvo marcado por un ataque de alergia que me impidió dormir casi nada. Llegué a la terminal de Asunción a eso de las 5:00 de la mañana, medio dormido y congestionado. Mi primera sorpresa fue ver la cantidad de personas que me ofrecían llevarme en auto hacia Argentina. Confieso mi ignorancia: no sabía que Asunción está tan cerca de la frontera con la provincia de Formosa. Días después, supe que el río Paraguay, que divide a ambas naciones, es afluente del Paraná, que a su vez desemboca en el Río de la Plata. Por ese río navegan barcos de hasta tres metros de calado que conectan a Asunción con el Atlántico. Detalles como ese, que uno va descubriendo con el paso de los días, convierten a los viajes sin guion en una experiencia mucho más reveladora.
Paraguay está lejos de ser una nación rica. Se nota al caminar por el centro de Asunción, donde los edificios más antiguos tienen un aire modesto que contrasta con la pompa de otras capitales del Cono Sur. Pero también es evidente que, en las últimas décadas, el país ha vivido un crecimiento sostenido, incluso más rápido que el de sus vecinos. Gran parte de ese dinamismo económico se debe al Mercosur, que ha permitido a Paraguay convertirse en proveedor clave de soja y otros productos agroindustriales para Brasil y Argentina. Esa prosperidad, aunque desigual, ya ha comenzado a cambiar el rostro urbano de su capital.
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Y es justo ahí donde se produce el mayor contraste: Asunción es, al mismo tiempo, dos ciudades. Una es la ciudad vieja, donde el guaraní se escucha en cada esquina, la gente camina sin prisa y la calidez suple la falta de grandes monumentos. La otra es la ciudad nueva, la del boom inmobiliario, en la que se levantan modernos rascacielos y todo habla el lenguaje del dinero: avenidas más amplias, centros comerciales sofisticados, complejos empresariales y hoteles de lujo. Parecen dos mundos que coexisten, pero que apenas se rozan.
Viajar sin demasiadas expectativas permite que el asombro sea más auténtico. Y Asunción me dejó ese regalo: el de descubrir, casi por accidente, una ciudad que se mira a sí misma en el espejo de su pasado, mientras levanta sin descanso los cimientos de un futuro distinto. Una ciudad en transición, dividida entre lo que fue y lo que aspira a ser. Dos ciudades en una sola capital.
