¡Ay, señora muerte!

Opinión
/ 15 junio 2023
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De la muerte lo conozco casi todo. Menos a ella. Aún. De la señora muerte todo me gusta y todo me espanta. No hay contradicción de por medio. Usted, lo sabe: padezco depresión, melancolía, tristeza desde mis años mozos. Tan mozos y sí, recuerdo perfectamente la edad y mes cuando me llegó por primera vez y me mordió el aguijón de la maldita melancolía. Fue cuando tenía cinco años y estaba en primer año de primaria. Era recreo. Tiempo libre. Tiempo muerto. Estaba en un rincón. Llorando. Sólo lloraba. Se acercó mi hermana, la cual estaba en grado superior en la misma escuela primaria. Una batería de preguntas me enderezó: ¿Quién te pegó? ¿Te quitaron el lonche? ¿Te regañó la maestra? De mi parte, silencio con lloro. Luego, la pregunta como estocada final: ¿Entonces por qué lloras?...

Los humanos lloramos por todo y por nada. No hay contradicción alguna. Y cuando lloramos, siempre o casi siempre, imploramos al gran Dios. Y usted lo sabe si me ha leído, tengo años diciendo lo mismo en este generoso espacio de VANGUARDIA: le he comprado la idea al teólogo y filósofo ibérico Juan Arias, avecindado, creo, en Brasil. La reflexión sin fisura es la siguiente: Dios sólo sirve para darle gracias y alabar los tiempos de bonanza (pocos o muchos), pero no sirve para los tiempos de dolor, odio, violencia y muerte a nuestro alrededor. No.

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Escribió Arias: “Me pregunta un amigo por qué en tiempos de crisis, incluso las económicas como en la actualidad, el ser humano se refugia más en la fe en Dios. Difícil responder a esa pregunta, ya que para mí si Dios sirve para algo debería ser para los tiempos de alegría y felicidad, no para los tiempos del miedo”. Sigue la alta filosofía del escritor: “Cada vez que hoy me preguntan si creo que es mejor o no creer en Dios suelo responder que eso no tiene importancia, ya que si existiese Dios, lo importante sería que él creyera en nosotros, como me había dicho monseñor Romero, quizás en su última entrevista antes de ser asesinado a tiros...”.

Sé muchas y pocas cosas de la muerte, de la señora muerte cuando esta llega. En un largo rosario de tumbas en mi panteón personal, la señora muerte me ha arrebatado ya a casi todo mundo en mi esfera personal. ¿Le tengo odio y rencor? Absolutamente no. El fin de la vida se cumple en la muerte. Jamás en otro lugar. Pero nunca, nunca nos habituamos a la llegada de la flaca, la perenne y última musa lánguida, siempre cárdena y de huesos acerados, la cual nos va a enamorar: tarde o temprano.

¿Dios, ese llamado Dios, tiene algo qué ver con esto? No. Nada. Lo repito: no tiene nada por ver con el sufrimiento, el dolor de los demás, las interminables y sádicas muertes, el camposanto en el cual se ha convertido el país (quien si tiene todo por ver y atender es Andrés Manuel López Obrador). Lea usted los siguientes versos de Rabia al-Adawiyya, una escritora sufí del siglo 7 d. C. Caray, vea aquello lo cual bulle y hierve en el alma o espíritu de este ser humano: “¡Oh Dios mío!, si te adoro por miedo al infierno / quémame en él. / Si te adoro por la esperanza del paraíso, exclúyeme de él. / Pero si te adoro sólo por ti mismo, / no apartes de mí tu eterna belleza”.

ESQUINA- BAJAN

A Dios, nos dice la poetisa sufí, es necesario amarlo sólo por ser él, el Señor, el gran Dios. ¿Pedirle antojos, caprichos y fruslerías como un auto nuevo, la lluvia (tanto en Monterrey como en Torreón la gente es rara y harto crédula en la magia: le pide la lluvia a Dios, cuando debería reclamarle a los gobernantes eso: acciones públicas de buena administración de los recursos naturales), detener las ejecuciones extrajudiciales en México, los feminicidios; prohibir o pedirle a Dios interceder para ya no escuchar la abominable música de “Peso Pluma” y un largo etcétera?

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Dios no tiene nada por ver con lo anterior. Lea usted: los padres del escritor Leonard Mlodinow se salvaron de morir en el holocausto nazi. Luego, Mlodinow se salvó del fatídico ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, un parteaguas en Estados Unidos y en el mundo. Él se encontraba allí mismo. Cuando lo entrevistaron y le dijeron qué sentía al saber que Dios lo había salvado dos veces, su respuesta fue invulnerable: “No fue Dios, sino el acaso... ¿Qué Dios sería ese que salva a mis padres del nazismo y deja morir a seis millones de otros judíos? ¿Qué Dios sería ese que me salva del atentado terrorista de Nueva York y deja morir a otras 3 mil personas?”.

Hace un buen tiempo dejé de cuestionar a Dios. Lo veo e imagino en su trono dorado. Alto, garboso y coronado de estrellas, caudas de cometas y diamantes. Lo veo e imagino en su forma antropomorfa, pues. A Dios no me lo imagino como la “nada”, como una “energía”, como un “gran arquitecto espiritual” y esas cosas del “New age”. No. Incluso, hago mía aquella definición de Dios escrita por Marguerite Yourcenar: “Dios... (es) el remedio que buscan los solitarios”. Le creo.

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Aquella vez ya lejana, cuando tenía cinco años y cursaba el primero de primaria, nadie me había pegado y nadie me había quitado mi lonche. Pero lloraba. Desde entonces sirvo para llorar. No sirvo para dar pésames ni palabras de aliento: basura, pues. Tampoco abrazos virtuales: basura tras basura. Sirvo para llorar y he llorado la muerte de la güerita de don Armando Fuentes Aguirre... mi maestro, amigo y hermano.

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