Café Montaigne 262: la locura del calor y el viento
Gracias por leerme. Gracias por atender estas letras donde, teniendo como ángel tutelar a don Michel de Montaigne, nos acercamos a cualquier tipo de tema y tratamos de ensayarlo. Es decir, enrollamos y desenrollamos palabras e ideas como él lo hizo y lo dejó para la eternidad al inventar este género, el “ensayo”, para tratar de explicar y explicarnos todo lo que hay a nuestro alrededor. Y también lo invisible a los ojos, pero que está allí latente e incluso más vivo y manifiesto que eso llamado mundo tangible, material y tan a la mano, mundo real, pues.
La saga de textos donde hemos explorado a ciertos escritores y músicos, los cuales han compuesto su obra toda o una gran parte de ella bajo estados alterados (por su mente atrofiada; por drogas, alcohol, alucinógenos y otros), ha tenido una gran acogida por usted. Lo agradezco sobremanera. Cruzando precisamente palabras y mensajes con el académico y periodista Luis Carlos Plata (uno de los periodistas con los cuales se paladea hablar de política, sociología, academia, derecho; sí, pero también de escritores y autores tutelares de la humanidad. El ingrato lo ha leído ya casi todo. Es un asaz lector), por la entrega pasada en nuestra tertulia en jueves de “Café Montaigne 261”, le comenté (un lloriqueo y lamento de mi parte, pues) dentro de la charla de mi estado de pesadez y amargura perpetua ahora que había llegado el calor no primaveral, sino olas de calor veraniego.
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Como siempre, con su economía de palabras dignas de elogio, Plata me reviró: “Pronto ya no habrá ni literatura ni civilización en Saltillo de seguir subiendo la temperatura máster. Seremos como Piedras Negras, Monclova o Torreón”. Espero el maestro Plata me perdone la infidencia de editar aquí sus bien medidas palabras. Le creo. De seguir aumentando la temperatura (ya inaguantable para mí, en mi vejez), vamos a ser un paraje más de la carretera 57. Así de sencillo: un infierno.
Lo siguiente es una prosa poética de altos vuelos de Marguerite Yourcenar, sí, aquella memorable escritora que dio luz a una novela corta y perfecta “El Amante”. Lo siguiente ella lo aplica a ese fuego abrasador el cual nos lleva del cielo al infierno: la pasión amorosa o erótica. Pero, si usted lo lee descontextualizado, es lo que me pasa al menos a mí todas las noches: dorarse en el túmulo nocturno. Arder en nuestra propia linfa por la temperatura ambiental, la cual no da tregua y sí deseca nuestros huesos y mente. Leamos a Yourcenar...
“Ardiendo con más fuegos... Animal cansado, un látigo me azota con fuerza las espaldas. He hallado el verdadero sentido de las metáforas de los poetas. Me despierto cada noche envuelta en el incendio de mi propia sangre”. ¡Ah, con esta prosa tan divina como perfecta! El poeta norteamericano W.S. Merwin, en un texto corto, casi un haikú, escribe: “Bajo el calor del día / tu sombra / vuelve a echarse sobre la piedra”. Sin duda: sombras con la lengua de fuera somos los humanos en este calor opresivo del desierto.
Son los poetas, y no los psicólogos y politólogos, los que traen la verdad en su palabra. El calor junto al viento aviva las pasiones (las malas pasiones), causa locura, incita al suicidio y a la violencia. El calor es factor de aumento en los asesinatos con saña extrema. “El aire se serena y viste de hermosura...”, dicen las coplas de un hermano cercano a Dios, fray Luis de León. Habría necesidad de repetir las súplicas, las cármenes y su apacible delirio, con tal de no sucumbir ante el Dios del viento y del calor: su poder y efecto vandálico.
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ESQUINA-BAJAN
De la aflicción al llanto hay sólo un paso. No el silbato del tren, no el llanto del niño hambriento, no las lágrimas del torturador –si acaso alguna vez las derrama–, no; nada más terrorífico y letal el escuchar el aullido del viento cuando éste llega también preñado de espanto con calor agobiante. Hay unos viejos versos de Anita Pittoni: “Márchate, que tú también volverás”. Sí, el viento como el calor funesto, siempre regresan.
El viento, leo en un incunable empastado en piel de ternero, salido de la biblioteca de Gerardo Blanco Guerra, quien lo acercó generosamente a mi mano, tiene muchos nombres, pero es el mismo. Su nombre se esconde en la recua de su vigor y galanura. Los árabes, acostumbrados a andar embozados en las tierras sofocantes del desierto medio, le nombran “Siroco”. Le temen. Dicen de su origen: proviene de tierras cubiertas por agua, habitadas por una raza de hombres negros.
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El viento tiene otro nombre. Su nombre da terror y es necesario santiguarse para no caer en su embrujo mortal. Es el llamado “viento de la locura”. El “foehn”. Los especialistas hablan de su efecto devastador en el humano cuando logra acariciar su rostro: insomnio crónico, depresión, cefaleas y, finalmente, la aparición de una actitud agresiva y violenta, llegando a cometer crímenes brutales. O de plano, el suicidio como salvación. El calor aquí en Saltillo, ya es aquel que se conoce como “amansa locos”. Por eso Luis Carlos Plata tiene razón: con este viento preñado de calor nadie puede pensar ni menos escribir algún buen verso o soneto de deliciosa estirpe.
LETRAS MINÚSCULAS
“En el fin del mundo.../ hombres indiferentes a comer naranjas/ que arden como el sol”. Sí, versos de Jorge Luis Borges. Siempre Borges.