Café Montaigne 333: Derek Walcott, 95 años del nacimiento del poeta, dramaturgo y pintor

Opinión
/ 27 febrero 2025

Walcott nació y murió en Santa Lucía, una isla pequeña... ese hábitat insular fue el germen, la semilla que florecería en sus mejores textos y libros de poemas

Hay autores, grandes autores, los cuales pasan de noche para muchos lectores. Es el caso del poeta insular Derek Walcott (1930-2017), quien fue Premio Nobel de literatura en 1992. Se cumplen entonces, y es aniversario, 95 años de su nacimiento. No poca cosa para el mundo. Es difícil conseguir su obra en este pueblo atado a los bestsellers y a la literatura para sirvientas y amas de casa desesperadas, las cuales buscan la “superación personal y la felicidad” en un frasco enlatado; lo que eso signifique.

Tengo una sola obra de Walcott: “Pleno Verano. Poesía Selecta”. El libro es una bien cuidada edición en tapa dura y traducción del poeta José Luis Rivas. Lo he leído no de tirón, sino a cuentagotas, en dosis bien administradas, como debe de hacerse en ocasiones y con ciertos libros. Este es uno de ellos.

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Y el libro y su autor vienen a cuento porque, lo repito, se cumplen 95 años de su nacimiento. Murió luego de una penosa y larga enfermedad. Walcott fue Premio Nobel de literatura en 1992. Pérdida irreparable de quien era considerado el más grande poeta entre los vivos. Faro de luz en la isla atiborrada de sevicia de ayer y de hoy.

Debido a su aniversario (sólo hay un homenaje posible, leerlo a plenitud), acometo la lectura de leer su libro, su poesía selecta, anotarla, hasta terminarla. Pero extraña cosa es decir lo anterior, hasta terminarla. Imposible. La poesía jamás se agota. Muta solamente, se trastoca e incluso se desordena, pero se convierte siempre en materia inflamable que hierve y arde, dependiendo del día, de nuestra lectura y apetencias del momento.

Walcott fue escritor de poemas y dramaturgo; también pintor. Pero el escribir versos de una cadencia homérica, le valió el máximo reconocimiento de las letras (amén del credo fundamental, el de sus lectores), la concesión del Nobel de Literatura. Era un pensador, un artista en la amplitud del término y sin sujetarlo en académicos corsés, como bien lo definimos ya en columna pretérita aquí en VANGUARDIA.

El padre del poeta era pintor de raza negra y su madre una profesora. Walcott nació y murió en Santa Lucía, una isla pequeña en la cual su posibilidad de desarrollo cultural era limitado. Pero no así su imaginación. De hecho, ese hábitat insular fue el germen, la semilla que florecería en sus mejores textos y libros de poemas.

Su primer poemario, “25 Poemas” fue pagado por él mismo con los dineros prestados por su madre. Igual que Walt Whitman en su momento, ese santón norteamericano. Ya luego ganaría una beca Rockefeller para estudiar en Nueva York. Se mudó posteriormente a la cercana Trinidad. Aquí fundó y dirigió “Trinidad Theatre Workshop”. Lo demás es historia. Inició su largo camino como poeta y sus libros se fueron editando lo mismo en Inglaterra que en EU. Traducciones se fueron sucediendo y se convirtió, como todo buen escritor, en ciudadano del mundo. Con la concesión del Nobel, su poesía se hizo eterna. Aunque, ya lo era. Poesía no para las masas, sino para el intelecto y los días más finos y largos de la vida.

ESQUINA-BAJAN

Cuando se le otorgó el Nobel, la Academia definió sus textos como una obra “poética de gran luminosidad, con una visión histórica, fruto de un compromiso multicultural”. Lector de John Milton, del reverendo y poeta John Donne y, claro, lector empedernido de Christopher Marlowe y William Shakespeare en teatro y poesía, Derek Walcott asimiló las mejores lecciones de T. S. Eliot en sus textos.

Buen antillano, gustaba del tabaco y el trago. En 1990 y bajo el palio de la publicación de su libro “Omeros”, amén de haber sido su consagración definitiva y reconocimiento universal, le valió dos años después el Nobel de las letras. La tormenta de giras, discursos, lecturas, presentaciones y la concesión de doctorados “honoris causa” alrededor del mundo no se hicieron esperar.

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“Omeros” es su libro más alto. Una gesta y epopeya homérica precisamente. Una “Odisea” caribeña. Aquí Antígona, de tez morena, en su Canto III, espeta con amargura en sus versos: “Estoy harta de América, ya es hora de que retorne/ a Grecia. Añoro mis islas”. La insularidad de sus textos es regla, aquí fundamenta la mayor parte de su apuesta vital. En “Omeros”, Helena es una fámula negra y Ulises buscando sus raíces, no su futuro, bucea en la costa occidental de África. No el futuro, el cual no existe, sino el indagar de dónde venimos. Buscar nuestras raíces para renacer fuertes y atados con entereza a este mundo, el cual y siempre es amenazante.

En otro poema, “Mapa del Nuevo Mundo”, la cabellera de Helena es “una nube gris” y Troya un “foso blanco de ceniza/ a orillas de la mar donde llovizna”. Poesía para otro público, donde hierve la condición humana ancilada en hurgar en los mitos fundadores que nos dan vida, identidad y pertenencia. En su existencia por la tierra, no estuvo exento de escándalos. Por ello dejó Oxford en su momento. Su poesía es insular, en esa pleamar de la cual nos aferramos a cualquier tabique a la mano para estar a flote. “Alguna vez pensé que el amor a la patria bastaba...”. No es suficiente. Luego desataría un infierno: “Veo a las mejores mentes hozando como perros/ por retazos de favores...”.

LETRAS MINÚSCULAS

En esto se han convertido los artistas y ese monstruo, esa hidra llamada burocracia de cultura. 95 años del nacimiento de Derek Walcott. Sin palabras.

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