De flores y otras hermosuras del desierto y de Saltillo
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Las viejas casonas saltilleras se ornaban con hermosos jardines. En su centro había una fuente soprano, y en sus flancos estaban las alcobas de grandes puertas que se abrían por la noche para dejar pasar aromas de madreselva, hueledenoche y jazmín.
Los zaguanes −bosques de espárragos y helechos− eran muestrario completísimo, infinito catálogo herbolario, profusa colección de toda la flora habida y por haber.
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Nos quedan todavía algunos de esos zaguanes, por fortuna, pues nunca las mujeres de Saltillo perjuraron de su amor a “las matas”. Se las allegan con avaricia de coleccionistas; las cultivan con esmerado celo; las intercambian −un piecito de julieta por una macetita de romero− y lloran cuando los cierzos invernales les dejan sus plantas heladas y marchitas pese a sus minuciosas prevenciones.
¡Qué deleite y qué gozo es pasar por esos zaguanes, atisbarlos siquiera con golosa indiscreción al entreabrirse la puerta! Ahí ve uno macetas y macetones, ya colgantes como jardines de Babilonia, ya de pared o piso; enredaderas que suben como si quisieran tocar los altos techos de tableta y morillo. Ahí se ven aquellas plantas cuyos nombres son alarde de imaginación, compendio de la sabiduría popular, deleite para la fantasía. “Amor de un rato”, de minúsculas hojitas jugosas y flores de púrpura llameante o estrepitoso guinda que se abren para cerrarse luego, por eso así se llama. “Malamadre”, que llena la maceta con verdiblancas hojas de terroso color, y cuando le brotan los retoños los echa hacia afuera, de modo que cuelgan flácidos, igual que hijos indeseados que la cruel madre no cuida. “Galán de noche”, de blancas flores en forma de estrellas que se abren al caer la tarde y se cierran cuando despunta el día. “Juan Mecate”, de floreados racimos color de rosa que alargan sus finos tallos como cuerdas... Y luego la otra planta de hojas largas, larguísimas, afiladas, rasposas, puntiagudas y −dicen− venenosas, a la que llaman, no sé por qué, “lengua de suegra”.
Jardines saltilleros, corredores floridos, zaguanes boscosos, mínimas selvas que nos protegen de lo gris: quiera Dios que por siempre las mujeres de Saltillo guarden en una maceta el corazón verdecido de nuestra ciudad.
También el desierto da flores hermosas. A su lado una rosa de jardín es como era Doris Day comparada con Sofia Loren. Yo he caminado por los desiertos del norte de Coahuila y puedo por eso reír cuando alguien dice que el desierto es desértico.
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En el desierto, igual que en todas partes, late la vida con el latido de un poderoso corazón. La aparente desolación de los secanos guarda amorosa la semilla que a la primera lluvia habrá de germinar con la fuerza de todo el universo. En primavera −y no hay primavera más intensa que la de los desiertos− florecen los nopales, los cactos, las biznagas... Sus flores son de color de púrpura, como la sangre, o gualda, con el color del sol. Cada flor es un grito de amor vibrante que convoca a otro amor a fin de perpetuar la vida.
Ni en la naturaleza ni el hombre existen los desiertos. La vida está en todas partes –en los zaguanes y en los desiertos−, y su eternidad se impone sobre la muerte, que es apariencia nada más.