De un círculo del infierno a otro más difícil de corregir: el taller literario conoce a Titivillus (parte I)

Opinión
/ 18 mayo 2025

“Bendice, especialmente, a los escritores sin ortografía, porque gracias a ellos existimos los correctores”.

“Palabra de corrector”, Héctor Carreto.

Por: Miguel García

Para hacernos una idea sobre el acopio y transmisión de los textos antiguos antes de la imprenta, siempre recordamos una imagen: monjes de monasterio a la luz de las velas en su “scriptorium” (taller de escritura y copia de manuscritos). El libro El nombre de la rosa, de Umberto Eco, y su adaptación cinematográfica son responsables de darle vida a la icónica representación, igual que a la estampa del bibliotecario loco.

Los amanuenses o escribas medievales tuvieron una tarea titánica e importantísima para recuperar, preservar y difundir a los clásicos griegos y romanos en códices de pergamino; también fueron ilustradores y miniaturistas para la decoración de los antiguos libros, entre ellos tratados religiosos y científicos. El grupo de frailes era numeroso para elaborar una pieza única cada dos años y el volumen original pasaba por muchas manos en ese tiempo. Por tal motivo el riesgo de una equivocación era muy alto entre los artesanos.

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¿Qué ocurría entonces con los responsables de una errata? De seguro era algo menos letal que la decapitación, medida extrema tomada por los musulmanes. Si su escriba experto tenía una imprecisión en El Corán, libro sagrado del islam, perder la cabeza era un castigo recurrente, según relata Alessandro Marzo en su texto Los primeros editores (2018).

Por fortuna la corrección monástica no era tan severa con sus amanuenses, pero sí algo ingenua. No había razón para excomulgar a nadie ni quemarlo en leña verde; el error apenas era una molestia más que nada por el trabajo de enmienda. Y el relajamiento de las sanciones era justificado. Debido a que la autoría de cualquier libro estaba inspirada por Dios, infalible por su divinidad, y el copista era un mero instrumento a las órdenes del Supremo, las pifias de escritura sólo podían ser culpa del demonio. En este caso, Titivillus.

¿Y esta introducción qué tiene que ver con un club de preparatoria? Bueno, el taller literario “Ficciones desde el desierto” que fomenta la lectura y escritura en el CBTa No. 22 (Cuatro Ciénegas) desde 2015, por fin invocó a las fuerzas oscuras para ejercer la narrativa con pulcritud. Cada temporada el coordinador Miguel García intenta provocar la ficción en sus estudiantes con diferentes estrategias, pero siempre se topa con el mismo problema en alumnos de nuevo ingreso: la mala ortografía.

¿Invocar a Titivillus es una amenaza a los miembros del club porque no se esmeran por aprender las normas elementales? ¿O sólo es un recurso para incentivar la creatividad de sus pupilos? Ahora no se dice “la letra con sangre entra”. Ahora su mentor fue más persuasivo: ¿o mejoras tu ortografía o te vas al infierno?

Este ejercicio narrativo del taller literario se presenta en conjunto a VANGUARDIA para publicarse en dos entregas. Para la segunda parte, se dará a conocer el resto de los relatos y el coordinador del club explicará a detalle el proceso para replicar la estrategia en un salón de clases, club de lectura o comunidad.

Me hackeó Titivillus

Por: Emmanuel Ruiz de León

“Lo cierto es que [César] Vallejo encontró en la ruleta rusa del gazapo su guarida virtuosa e hizo de la duda un arte y del equivoco, una estética”. El agua verde del idiota, Yanko González.

Me gusta la belleza del error. Quizás eso fue lo único que pudo salvarme aquella noche.

Era la graduación. El evento más esperado, el más largo y sin duda el más temido por mí. Me habían elegido para dar el discurso de despedida —una mezcla de honor y castigo que cargaba con el peso de representar cinco años de desvelos, cafés de dudosa calidad y bibliografía mal citada—. Pero lo peor no era el público, ni el silencio expectante ni siquiera la solemnidad del rector dormitando en primera fila. Lo peor era la idea de equivocarme, porque desde primer semestre el profesor Mendívil —terror en bata de tweed— nos hablaba del Titivillus, el demonio de las erratas.

Aquel ser imaginario procedente de la Edad Media, según el docente, vivía entre los márgenes de los textos y se deleitaba con cada equivocación, con cada letra fuera de lugar, con cada “haber” usado como “a ver”.

“Cuiden sus palabras —decía nuestro mentor con voz grave— o Titivillus vendrá a cobrar su falla.”

Ahí estaba yo, frente al micrófono, con las manos sudadas y la hoja temblando.

—Lo que esta noche seignigica para nosotros...

Ahí fue. “Seignigica”. Una aberración entre “significa” y la turbulencia de mi lengua.

Hubo un segundo de vacío. El rector abrió un ojo. Alguien al fondo soltó un “¿qué dijo?”. Y entonces lo vi. Allí, recostado sobre la mesa del presídium, a Titivillus. Con su cuerno torcido, un vaso de café en la mano y una carcajada muda que le sacudía el cuerpo entero. Se deleitaba. Se alimentaba de mi equivocación, de mi bochorno, de mi tartamudeo que siguió como un tren descarrilado.—...lo que esta noche signigifica... SIGNIFICA, perdón —intenté corregir, pero el daño ya estaba hecho.

El auditorio, al borde del sueño, estalló en carcajadas. Carcajadas reales, sonoras, de ésas que duelen el estómago. Y yo, de pie y con el rostro en llamas, pensé que había fracasado. Pero por primera vez en toda la ceremonia ellos estaban atentos y reían. Y yo también sonreí, porque en medio de la vergüenza, entendí algo: Titivillus no me vencía, si me atrevía a reírme con ellos. Así que terminé el discurso con voz firme, sin buscar la perfección.

Y al final, cuando los aplausos llenaron el auditorio, juro que vi al demonio levantarse, hacerme una venia burlona y desaparecer entre las sombras del escenario.

Tal vez el poeta César Vallejo tenía razón. A veces un error no es más que el intento torpe —y valiente— de decir algo nuevo. Y a veces, ese intento es justo lo que se necesita para que una noche, de pronto, seignigique algo inolvidable.

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El machete que olía a diablos

Por: Jesús Nicolás Martínez Hernández

Siempre supe que escribir mal traería consecuencias; pero, si les soy sincero, no pensé que tantas. Era de noche en el pueblo, yo hacía la tarea a deshoras y escribía mal como de costumbre. Ya saben, comas ignoradas por la prisa y palabras que ni siquiera existían, hasta que el cuarto se heló con una vibra extraña.

Desde mi cuaderno de dos años, maltratado y lleno de errores, escapó un demonio hecho de hojas rotas, tinta seca y letras que formaron un montón de anagramas. En su mano había una pluma que goteaba sangre y en su espalda, un saco lleno de erratas. Su cola tiraba con el zangoloteo todas las cosas del lugar.

—Has invocado mi furia. ¿Ni tu maldito nombre puedes escribir bien? ¿Nicolás con “K”? ¿En serio? Por esa falta de ortografía, tu alma será de mi propiedad.

L criatura se presentó como Titivillus, una eminencia sobrenatural procedente del averno.

Retrocedí de inmediato, tropezando con un baúl viejo y polvoriento. Pensé: “claro, el baúl de mi abuelo. Tal vez me sirva y ahí encuentre algo de valor que me ayude a acabar con ese espectro maldito”. Sin embargo, dentro sólo había un machete oxidado. El mismo que usó en el monte, el mismo que aún olía a diablos, a cientos de diablos...

Recordé las historias del viejo ejidatario y empuñé la pesada hoja sin filo, pero repleta de sabiduría campesina acumulada por generaciones. Me lancé contra Titivillus. Cada golpe contra él era una corrección, un “haya” en lugar de “haiga”, un “tú” con tilde y, entre signos de admiración, lo partí en dos.

El mítico demonio se desvaneció en una tempestad de letras confusas y fue ahogado por ellas hasta desaparecer en un punto negro. Lo último que escuchó de mí fue:

—Puede que no sepa escribir bien mi nombre, pero ¿qué tal sé usar el machete?

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Morirse de una errata

Por: José Mariano Almaguer Soto

“Voy a morirme un día de una errata”, decía mi vejo profe de literatura, cansado de corregir a sus alumnos, y borraba la palabra incorrecta del compañero que pasó a la pizarra. Obsesivo siempre, hacía enmiendas a todos y luego se acabó su martirio; pero no fue porque aprendimos a puntear o poner la tilde, sino porque se quedó débil de la vista. Aun así, hasta donde yo recordaba, nunca había tenido una falta ortográfica frente a nosotros. Era una leyenda en ese sentido.

Una mañana en particular yo estaba revisando cuadernos de prepa y me encontré con el de esa materia; entonces recordé al profesor, porque él era de ese tipo de maestros que te podían hacer odiar o amar una asignatura. También recordé lo estricto que era con la gramática. Por eso, a veces se decía en broma que se había muerto por lo que tanto juraba en clase. De un coraje gramatical o de un paro ortográfico. Su enojo le hizo profeta.

Hice memoria y tampoco olvidé un episodio de sus clases. Era algo relacionado con un demonio que manipulaba a los monjes copistas del monasterio para escribir mal; pero no recordaba su nombre, ya que estaba más ocupado rayando pitos en las bancas del salón. Así que, como amante que era de lo sobrenatural y las ciencias ocultas, sólo tuve que sumar dos más dos para entender que el maestro había sido secuestrado por ese demonio. Mi teoría tenía mucho sentido, pero había que comprobarlo. Tal vez el profe se anticipó a su porvenir y también nos pedía auxilio desde el recuerdo.

Tomé una libreta del colegio y comencé a escribir en él, equivocándome a propósito. Escribía por ejemplo “intistinalmente”. No pasó nada, aunque transcurrieron varias horas. Cuando me estaba quedando dormido, me llegó un olor a azufre y apareció el demonio; pero usaba camisa de vestir, pantalón caqui y tenía corte de bacinica. Me estrechó la mano y me dijo: ¡Ultimátum, tienes una oportunidad más para equivocarte! Si la gastas pronto, vendré y te arrastraré hacia los infiernos.

Desde que oí esa amenaza, dejé mi trabajo y empecé a vivir en la calle. No he escrito más que esta nota de viaje hacia ningún lugar. Sin embargo, no importa a donde vaya, siempre tengo cerca el azufre que olí aquel día. Últimamente, he tenido pesadillas en donde ese demonio me tortura, haciéndome corregir la plana el resto de la eternidad. No, el castigo debe ser algo más cruel, pero me falta imaginación. Quizá ya esté en el averno y no me he dado quenta. No, puenta. Tampoco. Kuenta sí. Renta, menos. ¿Venta? Quizá lenta. O menta. Es zienta. Xienta, exenta, ecsenta...

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