¿Dónde jugará la infancia?

Opinión
/ 18 febrero 2024

Con los primeros rayos de sol de invierno me llega a la memoria, cada vez más amante de los recuerdos de la infancia, vivencias que aparecen nítidas a pesar del paso de los años: las horas que pasaba construyendo escondites secretos entre los árboles, los pasteles de lodo, las aguas cristalinas, pero congeladas del río y las montañas que nos vigilaban como fieles guardianes del tiempo y del espacio.

El medio era parte de nosotros y nosotros éramos parte del medio. Por ello, asumíamos responsabilidades respecto de la naturaleza: limpiábamos la yesca del bosque en otoño para evitar incendios en verano, misma que nuestros mayores utilizaban para curar la carne, alimentar a los animales, entre otros usos; y nunca nos topábamos con plásticos o basura en los campos. También en primavera cuidábamos los nidos en la época de cría, veíamos con ilusión cuando las ortigas, mismas que nos tatuaban las piernas y brazos de arañazos y agujereaban los suéteres, se llenaban de moras, entre otros muchos eventos cotidianos que parecían mágicos y permitían que Cronos, el inexorable dios del tiempo, siguiera su plan.

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Incluso en las ciudades, la infancia crecía entre jugar al resorte, la cuerda, la bicicleta, las canicas o cualquier cosa que sirviera de pelota, mientras las casas olían a frijoles, tortillas y arroz. En ese medio hacíamos ejercicio sin darnos cuenta, aprendimos a relacionarnos con la sociedad, a respetar a nuestros mayores, a lidiar con mil y un problemas y a entender cómo funcionaba el mundo; elementos necesarios para adquirir madurez e independencia.

Ahora la infancia crece bajo estímulos muy diferentes. Entre cuatro paredes, cambian la casa por la escuela o por el centro comercial y el contacto con el medio natural se ha reducido a las visitas esporádicas a ciertos parques naturales. La banqueta, si llega a existir, ya no es un sitio de juegos; y los desarrollos urbanísticos se suceden de forma interminable entre láminas de concreto sin espacios verdes, ni árboles, ni lugares de esparcimiento seguros para la infancia. Nuestros niños, a su corta edad, han podido tener acceso a comida japonesa, italiana, española, sin embargo, nunca probarán ni sabrán reproducir los sabores de los platillos que preparaba la abuelita, pues un mundo de sabores artificiales y prefabricados ha contaminado su paladar.

Claude Fischler, antropólogo de la alimentación, hablaba del fenómeno de la gastro-anomia como resultado de la llamada “paradoja del omnívoro”, es decir, mientras que en las dietas tradicionales el equilibrio alimentario venía dado por factores culturales y ambientales; en las actuales, donde tenemos acceso a todo tipo de alimentos en cualquier momento, tenemos que realizar este ajuste cada vez que nos sentamos a la mesa para evitar enfermedades cardiovasculares, la diabetes, entre otras muchas. Sin embargo, estas decisiones tienden a ser tomadas a partir de modas, o están marcadas por las leyes del mercado más que por nuestro propio beneficio; hecho que nos lleva a una desorientación acerca de los efectos del cambio de la dieta en nuestra salud.

Además, el miedo a la violencia, la falta de espacios seguros para el juego, la no inclusión de las necesidades de la infancia, de los adultos mayores y personas con discapacidad en los nuevos desarrollos urbanos; todo ello ha llevado, consciente o inconscientemente, a la vulneración de los derechos culturales; y, en cuanto a la relación ser humano-naturaleza, a los derechos bioculturales. Condenamos a todo aquel que no tienen acceso a un automóvil, a una vida de encierro, sin tener lugares (espacio público) donde convivir, pasear, conversar o interactuar con nuestros semejantes, interiorizando sus diferencias y desarrollando sentimientos como la empatía y la solidaridad. Tanto es así que ya se nos está olvidando cómo se convive sin violencia y con respeto hacia los demás y a la participación en el espacio público a partir de la toma de decisiones de forma consensuada.

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En consecuencia, ya no exigimos que haya ríos ni fuentes para saciar nuestra sed, ni árboles que den sombra. No duele ver nuestro alrededor lleno de basura y/o cascajo, ni se extraña el canto de las parvadas de pájaros en primavera. Las tortillas tienen avena o nopal, pero no hay rastro del tradicional maíz blanco. Todos nos sentimos únicos, pero incompletos, en nuestros templos de concreto sin entender que somos parte de un todo y ese todo necesita que lo volvamos a integrar. Pero lo más importante, nuestra conciencia ya no nos increpa acerca de la legitimidad para ostentar el poder de negarle estas experiencias a las nuevas generaciones, de no transmitirles el conocimiento y la historia “no oficial” a quienes nos sucederán.

La autora es Investigadora del Centro de Educación para los Derechos Humanos de la Academia Interamericana de Derechos Humanos

Este texto es parte del proyecto de Derechos Humanos de VANGUARDIA y la Academia IDH

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