El escultor y su fantasma; Jesús Contreras y su paso a la inmortalidad (III)

Opinión
/ 9 marzo 2023
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El escultor se halla en Egipto. Hasta ese lejano país viajó con su esposa Carmen y sus tres pequeños hijos: Carlos, Teresita y Rubén. En el trayecto, Contreras supo algo: el cáncer que los médicos creyeron reducido al brazo que se le amputó se había extendido ya por todo el cuerpo. Los días del regreso a México fueron penosísimos. Terribles dolores acosaban sin cesar al artista, dolores crudelísimos que ningún medicamento podía ya atenuar.

Fatigado, al punto de la extenuación, volvió el escultor a México. En la Capital fue recibido con una cena que le ofrecieron sus amigos. Asistieron los de costumbre: Urbina, Gamboa, Valenzuela, don Justo Sierra, y asistieron también los redactores de la flamantísima Revista Moderna: José Juan Tablada, Balbino Dávalos y el extraordinario y fúnebre dibujante Julio Ruelas, de inspiración casi satánica, cuyo estilo contrastaba tan violentamente con la serenidad y perfecto equilibrio clásico que Contreras ponía en su obra.

Otro amigo estuvo en la cena: Amado Nervo. El escultor y el poeta se habían conocido poco antes del viaje que aquél hizo a Egipto, y ahora reanudaban su interrumpida amistad.

La cena transcurrió en un ambiente de tristeza que los asistentes trataron en vano de ocultar. La ruina física de Contreras era evidente. Casi ya no podía comer. Todos supieron esa noche que el final de su amigo se acercaba. Inútilmente Contreras intentó bromear: no podía alejarse de México, dijo, porque de inmediato los precios subían. Antes de irse él, un bisté con papas en la Maison Dorée costaba 25 centavos; ahora que volvía tuvo que pagar 40.

Don Federico Gamboa escribió un patético relato de una de las últimas visitas que hizo a su amigo:

“...Apareció Jesús apoyado en su esposa, que lo conducía como a un niño torpe que no supiera andar. Su antes hermoso cuerpo de hombre fuerte se había trasmutado en una especie de guiñapo. Me clava sus ojos, a punto de verter lágrimas, y me dice: ‘—Mira en qué estado me hallas’. Y yo no acierto a contestar palabra...”.

El 10 de julio el escultor es sometido a una tortura estúpida. Alguien ha llamado a un cierto médico alemán, un charlatán seguramente, que le promete a Contreras la salud. Le inyecta con enormes agujas hipodérmicas una substancia extraña. El desdichado artista gime de dolor, y finalmente se desmaya.

Dos días después empieza su agonía. Al amanecer del 13 de julio de 1902 Jesús Contreras pasa de esta vida a la de la inmortalidad. Tenía 38 años de edad. “... ¡Qué serenidad en el semblante del cadáver −escribió Gamboa en su diario−, cuando aún ayer era la expresión del dolor humano! Su palidez lo hacía hermoso. Debido al corte de la barba y a lo abundoso de su cabellera su fisonomía había adquirido un marcado parecido con la de Cristo en la cruz...”.

En el funeral tomó la palabra Amado Nervo: “...Este a quien acompañamos hoy a las eternas bodas con la divina Muerte era un gran artista. Pero era, sobre todo, un gran corazón...”.

Así acabó la vida del artista que nos legó a los saltillenses la estatua de Acuña, esa preciosa efigie de albo mármol que ahora, otra vez en el sitio donde la conocimos, es un ángel custodio cuyas alas se elevan como para llevar consigo a nuestra ciudad al cielo.

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