El invencible verano de Liliana

Opinión
/ 3 noviembre 2025

La falta de lenguaje es apabullante.... nos maniata, nos sofoca,

nos estrangula, nos dispara, nos desuella, nos cercena, nos condena”

Ser quisquilloso a la hora de describir impulsa nuestra interacción con el entorno, pues comunica con precisión sobre las intensas multitudes que nos habitan. Así supimos por la filosa prosa de Rubén Darío que buena parte de ello emana de la franqueza cuando dejó por escrito que «ser sincero es ser potente».

En el mismo tono, fue Ludwig Wittgenstein quien dijo «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo» reafirmando la relevancia de la charla y -además- la del bagaje de palabras necesarias para hablar de las cosas tangibles, como abrazar a quienes amamos, y lo intangible que surge de la capacidad de abstracción para hacérselos saber.

Entonces ¿dónde radica esa relevancia y por qué es importante agrupar adecuadamente las letras para contar lo que nos ocurre? ¿por qué no solamente señalar el mundo con un dedo que puede (y debe) ser flamígero cuando la justicia no alcanza o simplemente echar mano de eufemismos para no meternos en mayores broncas?

Quizá porque esa gestación de un lenguaje sea el principio del conocimiento que nos lleve al estadio del saber, o tal vez sea al revés en casos como el de dos enamorados que crean una complicidad en palabras y gestos de un idioma que solo ellos son capaces de descifrar.

Decir lo que acontece en nuestro interior (como puede ser una vida sitiada por el miedo) o aquello que sentimos (como sucede con el acecho psicópata) nos vincula con nuestros semejantes, incluso en las circunstancias más abominables.

Esa misma expresión en algunos casos produce empatía y en otros nos distancia de seres que, aunque miran esencialmente lo mismo, lo hacen desde otra butaca como ocurre con el fenómeno que los físicos llaman “paralaje”: la otredad que concede la posición en el espacio.

Así, Cristina Rivera Garza escribió en “El invencible verano de Liliana” una crónica sobre la vida de su hermana desde las miradas que la acompañaron para encontrar a través de la narrativa las respuestas que aún hoy no llegan de parte de instituciones variopintas que deberían entregarlas expeditas.

Respuestas imprescindibles, profundas, claras y contundentes sobre del feminicidio de Liliana a manos de un depredador que continúa al acecho en las penumbras y al amparo de un olvido burocrático-social desde aquel julio de 1990.

Esa contestación deseablemente debería estar más cercana a la contundente línea del poeta nicaragüense que de abigarrados mamotretos leguleyos para explicar lo ininteligible.

A partir de una minuciosa reconstrucción de hechos no solo nos enteramos de sus últimos días, sino también atestiguamos el nacimiento una intensa compenetración emocional que aumenta páginas tras página al ahondar en su alma mediante vasos comunicantes que transcurren por sus amores, disgustos, anhelos o la ineluctable melancolía.

Además, damos cuenta de la importancia que tiene el incremento del lenguaje para acceder a la posibilidad de calificar a un feminicida como tal o a una conducta misógina como eso y no solamente bajo la etiqueta falaz de ‘arrebatos amorosos’, pues ahí se corre el riesgo de pasar con la pestilente patente de corso del crimen pasional.

Si la lengua de nuestra sociedad tardó décadas en catalogar un crimen de esa saña como lo que es a causa de la insuficiencia para comunicar puntualmente ¿cuáles y cuántas cosas, situaciones o conductas de hoy seguimos siendo incapaces de nombrar?

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Lector y economista por accidente

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