Elogio del motel de paso
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Este amigo mío trae un sentimiento que lo desazona. Solía ir hace algún tiempo en su ciudad a moteles de paso −ahora llamados “de corta estancia” o “de pago por evento”− y las tarifas oscilaban entre 400 y 600 pesos. No había muchos establecimientos de ésos; su escasez hacía que fuera alto el precio de las habitaciones. La ley de la oferta y la demanda opera también en el campo de lo erótico. Así, con frecuencia, mi amigo debía ponerse simbólicamente en lista de espera, como en los aeropuertos, pues en ocasiones había hasta diez automóviles delante del suyo. Aquello de esperar habitación en el motel era realmente muy molesto, si se toma en cuenta la urgencia del caso y la vehemencia del deseo que lo había llevado ahí.
Pasó el tiempo, y por razones que no viene al caso relatar, se operó en mi amigo una conversión religiosa que lo llevó a apartarse del pecado, sobre todo de los relacionados con el sexto y el noveno mandamiento. Esa transformación espiritual coincidió con un boom de moteles: por todas partes y en todas las ciudades empezaron a proliferar. Aquí mismo, en Saltillo, surgieron como hongos, siendo que durante mucho tiempo el único motel de paso que había en la ciudad era el asiento trasero del automóvil. Dije una vez en un discurso que ese aumento en el número de moteles de paso era prueba indubitable del empuje de los saltillenses.
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Se multiplicaron, pues, tales establecimientos en la ciudad donde vive mi amigo, y de nuevo la ley de la oferta y la demanda se aplicó, pero ahora al revés: bajaron considerablemente las tarifas. Ahora, según los grandes rótulos de anuncio, oscilan entre los 150 y los 300 pesos. Además se ofrecen promociones especiales: hay habitaciones con mesa de billar −no sé para qué diablos podrá servir en estos menesteres una mesa de billar−; algunos moteles tienen hora feliz: dos bebidas por el precio de una. Otros hay que dan botana al mediodía.
Mi amigo quisiera aprovechar tan atractivas gangas (y no le faltaría con quién), pero su repentina conversión piadosa le impide beneficiarse con la reciente baratura. Cuando pasa frente a un motel y ve las económicas tarifas en vigor siente lo mismo que debe sentir un alcohólico que dejó de serlo cuando mira en el súper, a mitad de precio, la botella de la que fue su bebida predilecta.
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Me pregunta mi amigo si debería volver a sus antiguas costumbres moteleras durante el tiempo que el arancel esté a la baja, y convertirse otra vez a la religión cuando la carestía vuelva, pero yo le hago ver que esa actitud, si bien plausible desde el punto de vista de la economía, no lo es tanto en lo que concierne a la moral. Se queda muy pensativo, y luego exhala un suspiro de esos que se llaman hondos.
No se puede tener todo en esta vida, es la verdad. Jamás hay felicidad completa. Esperemos, sí, que no haya circunstancias económicas que dañen a esos beneméritos establecimientos, los moteles de paso, a los cuales se puede aplicar la sabia reflexión que hacía Cervantes sobre las alcahuetas, de las cuales dijo que son necesarias en toda República bien concertada. La frase es aplicable también a esos beneméritos moteles, cuyos dueños deberían recibir preseas y reconocimientos, pues le evitan a la Humanidad en general, y a la humanidad de cada quien, muchas incomodidades.