En el aniversario de Saltillo: una mirada al barrio de tus recuerdos
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Mi barrio de infancia fue el centro, y mis mejores recuerdos son aquellos en los que de su atmósfera se desprendía el aroma del hogar
La ciudad se puebla de festejos. Llega esta semana, el 25, a su 448 aniversario y una parte de lo que ha vivido la hemos vivido con ella. Caben los recuerdos. Cabe la añoranza. Cabe la nostalgia. Es ciudad, claro está, que mira al futuro. Pero en cada uno de nosotros respira una ciudad personal y distinta. La que vivimos con ella, la que atravesamos juntos cuando era nuestro barrio, nuestras iglesias, nuestra banqueta, a la que vestían las flores de la jacaranda, caídas en mayo.
Nuestro barrio, el que tomábamos cuesta abajo, incluso en el arroyo de la calle, sin autos a la redonda. Esa misma en la que, cuando las lluvias, dejábamos ir ilusiones montadas en un barquito de papel, imaginando que llegaban a puerto seguro.
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El barrio al que acudía por las tardes “el señor de los elotes” o el “de las paletas”. Correr tras ellos cuando apenas habían avanzado unos metros, pero se nos hacía que no los alcanzábamos. Y luego, ver el vapor que se elevaba en una columna que después inundaba el ambiente; o asomarse hacia el centro del carrito de helados para intentar dar con los “Esquimales” en medio de las paletas de limón.
El despertar, con la brisa de la mañana, al sonido de los pasos de los gatos sobre los techos y ante la vista, en el recién inaugurado verano, del árbol de junio: el trueno que en ese mes desprende un aroma peculiar de sus prístinas flores, anunciando el fin del año escolar y el anhelado comienzo de las vacaciones.
Veranos de aire caliente, nunca, sin embargo, como los de ahora, que levantaban las hojas de los árboles del bulevar Venustiano Carranza, a la vera del Ateneo Fuente, donde las confidencias universitarias de lecciones no aprendidas; de cursos pasados con grande esfuerzo y media sonrisa al recordarlo; de amores y desamores: “esto ya es para siempre”; y de una prisa de vivir que todo lo quería abrazar. Respirar hondo. “¿Qué es lo que piensas hacer en este verano?”. La búsqueda de realizaciones. Llegaba la década de los veinte años, y el futuro había llegado.
La ciudad crecía, pero apenas y la seguíamos. Los rumbos más o menos insistían en ser los mismos, y el barrio, ese centro con sus casas antiguas, veladas por las iglesias de San Juan, San Esteban y Catedral, ofrecía envolvente atmósfera.
La prisa en este ambiente era notable durante las mañanas; a las tardes las gobernaba otra rutina. Una rutina donde bullían las actividades extraescolares: cursos de inglés, ballet, arte. La merienda a las 6:00, la cena a las 8:00.
Las madres también llevaban actividades vespertinas: cursos de corte y confección; también de inglés, algunas, y de pintura, muchas.
Una ciudad estudiantil con muchos jóvenes en la calle, cuyo placer y entretenimiento estaban en la calle de Victoria. En cambio, Pérez Treviño y Aldama, reservadas al comercio y alguno que otro café-restaurant para los mayores.
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En Victoria, el paseo llevaba a los helados, a las hamburguesas, al cine, al patinadero y directo a la Alameda. La convivencia era caminar, y ese era el disfrute: conversar y caminar.
El barrio se forja en el día a día. Historias, recuerdos. Integran un paisaje íntimo y personal. También, intransferible, que nos permite recobrar las memorias de nuestra infancia.
Mi barrio de infancia fue el centro, y mis mejores recuerdos son aquellos en los que de su atmósfera se desprendía el aroma del hogar. Un barrio al cual imaginas que regresarás para reencontrarte con las estampas que han quedado impresas en ti, a pesar de lo que ya no es.