¿En qué México vivimos?

Opinión
/ 19 agosto 2024

La contundencia del triunfo morenista, el pasado 2 de junio, cambió los paradigmas del quehacer político en el país. Por ejemplo, Claudia Sheinbaum ganó a Xóchitl Gálvez la clase media-alta, media y baja. Es decir, también arrasó en espacios sociales donde es factible suponer, por ingreso y escolaridad, una ciudadanía más y mejor informada que podría haber votado de manera distinta. Pero no fue el caso.

Esta premisa, como punto de partida, es crucial: México es un país cuya madurez cívico-ciudadana entre las clases medias está todavía en pañales.

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Su ciudadanización, en el sentido estricto de la palabra, inicia apenas en 2000 con la alternancia electoral y el arribo de Fox a la presidencia.

Sin embargo, esta quedó trunca porque el INE falló en impulsar la transición democrática desde el 2000, en un sentido integral, para unificar la democracia electoral con la política; vinculada a la participación cívico-comunitaria del mexicano. Justo es decirlo, a lo largo de los años, la partidocracia y el INE ayudaron a castrar esa posibilidad. La farsa de “las candidaturas independientes de corte ciudadano” es un ejemplo.

Por ello, mientras la política −percibida como democracia electoral− fue rehén del 2000 a 2024 de los partidos políticos y del INE; la democracia política fue dejada en manos de las organizaciones de la sociedad civil (OSC) que impulsaron agendas de medioambiente, transparencia, rendición de cuentas, movilidad sustentable, género, participación ciudadana, etcétera, en las 32 entidades del país.

Logros indiscutibles de este cúmulo de inteligencia colectiva ciudadana, a nivel federal, fueron la propuesta del Sistema Nacional Anticorrupción (2014) y las reformas a las leyes pertinentes para blindar su creación (2015-2016). Sin descontar el apoyo significativo que obtuvieron de su parte varios de los organismos públicos autónomos, hoy próximos a desaparecer.

Empero, ¿por qué este mayúsculo esfuerzo de la sociedad civil organizada desparramada por el país, que alcanzó casi un trayecto generacional, quedó corto en sus esfuerzos?

Las razones son varias. Menciono algunas. 1) La mayoría de las personas integrantes de las OSC visualizan su trabajo de manera voluntarista y visceral, por tanto, no profesional. No perciben que su trabajo consiste en edificar un contrapoder al Estado desde una lógica distinta −no emocional o moralista, sino racional y política− que obliga a fortalecer sus capacidades y habilidades como activistas a partir de una vocación o elección de vida.

2) Existe también una tendencia entre los integrantes de esas OSC a autopercibirse como personas, por su compromiso con la sociedad, en el lado correcto de la historia. Por ende, asumen posturas de superioridad moral respecto al resto de los ciudadanos. Esa elitización es vigorizada por dos situaciones: la focalización de sus denuncias y demandas a través de medios de comunicación y redes sociales. Y la no educación territorial sobre su agenda entre los ciudadanos que suponen representar; yerran al suponer que con “estar en el lado correcto de la historia” es suficiente para que “los otros” les sigan.

3) Esa elitización va acompañada de una desarticulación entre OSC que comparten una agenda en común; por ejemplo, ¿qué sucedería sí todas las OSC con preocupación animalista en Saltillo o Torreón unificaran sus esfuerzos para asegurar su éxito ante sus demandas a las autoridades?

4) Dicha elitización y desarticulación suma una despreocupación de los integrantes de las OSC por entender que su papel consiste en hacer trabajo territorial y personal para dialogar y persuadir al ciudadano común sobre la relevancia de apoyar su agenda particular.

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Finalmente, 5) es imperativo impulsar un recambio generacional al interior de ellas.

Es de suma importancia que las OSC realicen, desde fuera de la caja, una autocrítica de su trabajo para enfrentar los cambios del quehacer político a la luz del arribo de la 4T al poder.

De otra manera, la esperanza tardará mucho más en alumbrar el futuro del país.

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