Una mañana del mes de febrero de 1468, a orillas de la margen opuesta del río Rin, en la ciudad alemana de Maguncia, fue encontrado muerto un personaje al que por varios días nadie reconoció. Tiempo después se supo de quién se trataba: era Johannes Gutenberg, padre de la imprenta moderna. Gutenberg siempre persiguió un sueño: imprimir los manuscritos medievales elaborados a mano por monjes. Después de 20 años de intentos, en 1455 logró construir una prensa en donde produjo 200 ejemplares del primer libro impreso de la historia: la Biblia.
Pero Gutenberg se endeudó y, ante la imposibilidad de pagar, fue llevado a los tribunales y despojado de su equipo impresor, incluyendo los originales de la primera Biblia. Pero tan sólo 50 años después, cada ciudad de Europa contaban ya con una imprenta: El genio había cambiado para siempre la historia, naciendo así la primera revolución de la información.
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Los primeros libros aparecieron con los romanos que cosían papel doblado entre tapas de madera, lo que llamaron códices. Siglos después, los libros se escribían a mano, lo que impulsó un poco la vida cultural, científica e intelectual en Europa, aunque con limitaciones, pues los escasos libros disponibles estaban destinados a reyes y gente con recursos amplios económicos. Además, las bibliotecas se contaban con las manos, destacando la de Alejandría, que ardió, según la leyenda, a manos de los musulmanes alrededor del año 646. Pero en el año 1449 Gutenberg montó la primera imprenta, una gran innovación tecnológica que cambió el curso de la humanidad, pues imprimió la Biblia, la historia de la vida y muerte de un carpintero de Nazaret.
Al poco tiempo, imprentas por toda Europa provocaban la mayor revolución cultural y científica de la historia, pues el conocimiento dejó de ser un privilegio de ricos y poderosos, y los libros impresos cambiaron el desarrollo de la humanidad y por fin fueron como muchos años después, dijo Kafka, el “hacha que rompió nuestra mar congelada”.
Antes de la invención de la imprenta existían alrededor de 30 mil libros en toda Europa, la mayoría escritos en latín. 50 años después de su invención existían 12 millones y se imprimían “Los Cuentos de Canterbury” de Chaucer y “La Divina Comedia” de Dante.
La imprenta fue un desafío para el Vaticano que aplicó la censura, pues debía aprobar cada libro antes de su publicación. Pero la llama del conocimiento había sido encendida y ni siquiera Roma la pudo detener. Incluso el éxito de la revolución de Lutero, que dividió al catolicismo, jamás pudo haber triunfado sin la imprenta.
Los libros derrumbaron mitos y muros, y permitieron que millones de personas descubrieran “La Ilíada” y “La Odisea” de Homero, y el Lejano Oriente a través de la literatura y la imaginación por “Los Viajes de Marco Polo” y “El Libro del Millón”; Sherezada y Oriente Medio con “Las Mil y una Noches”. Mientras tanto, Bernal Díaz del Castillo nos contó su “Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España” y Cervantes y el Quijote soñaban y luchaban contra molinos de viento al tiempo que Shakespeare relataba romances y tragedias y Galileo sacaba a la gente del engaño de que éramos el centro del universo con su libro “Diálogo sobre los Principales Sistemas del Mundo”. Siglos más tarde, Newton documentaba los principios de la gravitación universal con “Principia Mathematica” y Darwin nos daba un cubetazo de agua fría con su brutal obra “El Origen de las Especies”.
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Gutenberg jamás imaginó que su invención transformaría el mundo y nuestra forma de comunicarnos. Y es que, siglos después de la imprenta, los humanos seguimos buscando formas de comunicarnos. Llegó la radio, luego la televisión y después llegaron el internet, la conexión de banda ancha y las redes sociales que revolucionaron para siempre y en tiempo real lo que sucedió, sucede y sucederá en nuestras vidas.
Un cambio tan profundo en la difusión del conocimiento, pues leer, aprender, descubrir y conocer se convirtieron en la posibilidad de cambiar nuestra realidad y dejar atrás la oscuridad, buscando a través del conocimiento el remedio en contra de esa terrible enfermedad a la que hizo alusión Sócrates como origen del mayor mal del mundo y origen también de todas las demás: la ignorancia.