Historia de un aire

Opinión
/ 16 julio 2024

Don Chemo tenía una habilidad peregrina: podía peerse a voluntad. Perdonarán ustedes que lo diga así, tan de repente, sin tapujos, y además al principio mismo de este texto, pero no hallé ninguna otra manera de enunciar aquel extraño don que poseía don Chemo. Quién sabe qué singular disposición tendría el aparato digestivo de ese personaje, o qué caprichosos vientos albergaría su estómago, el caso es que en cualquier momento, y sin provocación alguna, don Chemo era capaz de dar salida a una ventosidad o flatulencia, y repetir aquella proeza cuantas veces le viniera en gana, sin que jamás se le agotara su prodigioso manantial de cuescos.

No es único el caso de don Chemo. Los anales de la Historia han recogido el caso de otros pedorros eminentes. El gran escritor saltillero don José García Rodríguez recordaba a un cierto cargador de bultos en la estación local del tren, hombre que no sólo podía también peerse cuando quería, sino que además daba a sus aires un claro sonido musical; ya suave como de flauta; ya estentóreo como de trompeta; ya solemne y reposado, como de órgano catedralicio en registro nasardo. Francia tuvo a aquel celebérrimo Petier, dueño de variadísima y profusa pedorrera. Petier daba exhibiciones públicas de su talento, y llegó a actuar en los mejores teatros parisinos. Podía interpretar “La Marsellesa” en flatos. Cierto día Jaurés quiso escucharlo, para lo cual organizó una fiesta en su casa. Ahí le pidió que tocara, para deleite y edificación de la distinguida concurrencia, el himno revolucionario. Antes de comenzar su ejecución Petier soltó un tremebundo viento estomacal.

-Merde! −exclamó con disgusto el ilustrísimo político−. ¿Qué significa eso?

-Señor −se justificó Petier−. Primero tengo que aclararme la garganta.

Don Chemo, debo decirlo con sinceridad, estaba lejos de alcanzar ese virtuosismo. Sus aires no tenían sonido musical, y menos aún era capaz de interpretar con ellos alguna melodía, ya no digamos “La Marsellesa”, sino ni siquiera “La Cucaracha. Los suyos eran cuescos puros y simples, sencillos, espontáneos, sin artificios ni complicaciones. Eso, a mi ver, les daba mayor sinceridad, y un sentido de pueblo muy digno de alabanza. Nada como lo natural. Eso sí: don Chemo podía soplar por su trasera parte cuando quería, y cuantas veces quería.

Cierto día unos muchachos lo contrataron para algo muy especial. Sucede que por la calle de Victoria vivía una señora muy presumida, madre de una muchacha más presuntuosa aún. Cuando salían de su casa lo hacían con las narices levantadas, como si caminar por las calles de Saltillo fuera para ellas oprobio o deshonor. A nadie saludaban, y apenas se dignaban mirar a quien les dirigía el saludo. Aquellos jóvenes le ofrecieron a don Chemo un tostón −o sea 50 centavos− si soltaba uno de sus fragorosos vientos en el momento en que las dos vanidosas mujeres pasaran junto a él. Eso, pensaron los burladores, pondría en apuros a la copetuda madre y a su altanera hija, y a ellos, a más de venganza por el desdén con que las orgullosas los miraban, les daría motivo de risa y diversión.

En efecto, poco antes de la hora en que las fatuas féminas solían salir de su casa se colocó don Chemo en una esquina, como quien no quiere la cosa, y se dispuso a cumplir su cometido. Los jóvenes que lo contrataron, y que estaban por ahí cerca para seguir el curso de los acontecimientos, le habían dicho que querían un cuesco fuerte, sonoroso, de los más recios y de mayor estrépito que su máquina fuera capaz de producir. Se dispuso, por tanto, el artista a hacer honor a su prestigio.

No pasó mucho tiempo sin que se abriera la puerta de la casa donde vivían madre e hija. Salieron las dos, y echaron a caminar con el mismo aire de jactancia que tenían siempre. Se concentró entonces don Chemo, como hacen los tenores antes de dar un do de pecho. Pasaron las dos mujeres junto a aquel formidable pedorro. Y sucedió entonces que...

Pero el espacio se me ha terminado. Mañana concluiré el relato de este sonado acontecimiento histórico.

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