‘Inmortalidad’
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El inmenso escritor Kazantzakis, en su magnífica “Biografía de San Francisco de Asís”, narra una fábula que refiere la llegada de un pequeño caracol al cielo: “El animalito había venido arrastrándose kilómetros y kilómetros desde la tierra, dejando un surco de baba por los caminos y perdiendo también trozos del alma por el esfuerzo. Y al llegar al mismo borde del pórtico del cielo, San Pedro le miró con compasión. Le acarició con la punta de su bastón y le preguntó: ‘¿Qué vienes a buscar tú en el cielo, pequeño caracol?’. El animalito, levantando la cabeza con un orgullo que jamás se hubiera imaginado en él, respondió: ‘Vengo a buscar la inmortalidad’. Ante esta respuesta, San Pedro se echó a reír francamente, aunque con ternura. Y preguntó: ‘¿La inmortalidad? Y ¿qué harás tú con la inmortalidad?’. ‘No te rías –dijo ahora airado el caracol–. ¿Acaso no soy yo también una criatura de Dios, como los arcángeles? ¡Sí, eso soy, el arcángel caracol!’. Ahora la risa de San Pedro se volvió un poco más malintencionada e irónica: ‘¿Tú eres un arcángel? Los arcángeles llevan alas de oro, escudo de plata, espada flamígera, sandalias rojas. ¿Dónde están tus alas, tu escudo, tu espada y tus sandalias?’. El caracol volvió a levantar con orgullo su cabeza y respondió: ‘Están dentro de mi caparazón. Duermen. Esperan’. ‘Y ¿qué esperan, si puede saberse?’, arguyó San Pedro. ‘Esperan el gran momento’, respondió el molusco. El portero del cielo, pensando que nuestro caracol se había vuelto loco de repente, insistió: ‘¿Qué gran momento?’. ‘Éste mismo’, respondió el caracol, y al decirlo enérgicamente dio un gran salto y cruzó el dintel de la puerta del paraíso, del cual ya nunca pudieron echarle”.
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Las personas nos asemejamos al pequeño caracol de esta fábula, porque andamos por la vida dejando siempre, para bien o para mal, un rastro indeleble, huellas que conducen a lo más íntimo de nuestro ser: es la marca de lo realizado o de aquello que, por temor o cobardía, no nos atrevimos a emprender.
En ocasiones, también, agotamos el tiempo arrastrándonos por los caminos del mundo, tratando de obviar lo ineludible de la vida, extraviándonos en lo superfluo, dejando solamente baba en la senda que vamos dejando atrás.
Semejantes somos a ese caracol cuando echamos el corazón por delante, cuando nuestras propias palpitaciones nos mueven para afrontar sin temor la realidad cotidiana, brindándonos vigor para entrar en lo desconocido, para pisar con ánimo las fronteras del mañana.
Nos parecemos a ese animalito cuando sabemos que nuestro “gran momento” es vivir con voluntad cada día como si fuese el último y entonces sepultamos el egoísmo, la cobardía y la apatía. Parecemos caracoles en los momentos en que nos invade la debilidad, pero en lugar de acurrucamos en nuestra coraza de certeza y comodidad para no dar paso, seguimos andando. Así somos, cuando cambiamos la seguridad por el descubrimiento y la sorpresa, cuando nos negamos a vivir existencias chatas: sin los riesgos que ofrece el misterio y la aventura que significa existir entusiasmados.
Pero también, caracolillos llegamos a ser cuando nos sentimos débiles, abrumados y metemos la cabeza -y el corazón- en nuestro propio caparazón llenando el alma de pesimismo y desasosiego. Cuando pasan los años y sentimos que nuestra vida ha sido estéril; cuando evitamos emprender nuestros sueños; cuando traicionamos nuestros ideales; cuando pecamos de omisión; cuando no servimos a nadie; cuando delegamos la vida; cuando aceptamos ser esclavos de las circunstancias o conveniencias.
Definitivamente, también nos parecemos a ese lento pero tenaz caracolillo en el momento que descubrimos lo frágiles, pequeñitos e indigentes que somos y que, por tanto, para seguir avanzando en la vida, requerimos de Alguien, con “A” mayúscula; cuando reconocemos que, usualmente, lo más valioso de la vida ya nos fue gratuitamente dado; cuando descubrimos que existimos para edificar actitudes de vida y ser personas más sensibles y humanas.
Ese caracol arcángel es nuestro espejo en el momento que dejamos de mirar al suelo y empezamos a mirar al cielo, para luego tender un hilo hacia ese infinito y entonces empezar a subir, sabiendo que para tal encomienda estamos revestidos de cuatro armas fundamentales para bien vivir: alas, escudo, espada y sandalias:
Alas
Las Alas están representadas por la inteligencia y la esperanza, me refiero a ese mágico binomio que estira el alma entera, que nos impulsa a emprender el vuelo, que nos ayuda a atrapar la vida por los cuernos y si es necesario, en ocasiones, llevarla a cuestas. Son las Alas fuertes para surcar con alegría los cielos de cualquiera de las cuatro estaciones de la vida. Alas, que proporcionan la audacia para trascender esa comodidad que adormece y vulnera el alma. Alas para impulsar la generosidad, la solidaridad y el optimismo.
Escudo
El Escudo es nuestra voluntad, inquebrantable fuerza que blinda la vida para seguir a nuestra conciencia que distingue lo bueno de lo malo, lo conveniente de lo inconveniente, que inspira a creer en algo muy en serio, al tiempo que custodia nuestros más excelsos ideales. Conciencia que es la mirada de nuestro corazón e inteligencia sobre los pensamientos y actos, que apremia para sabernos íntegros y auténticos. Escudo necesario para proteger el alma de lo insustancial y efímero, que impulsa la vida hacia la trascendencia, indicando el sentido de los pasos dados; que brinda certeza y seguridad en esta época, confusa, líquida y de constante incertidumbre.
Espada
La Espada es la fuerza del ideal que permite hacer frente con arrojo al misterio del dolor y las contingencias de la vida, para combatir los muros de la intolerancia y derribar a nuestros propios fantasmas. Arma poderosa que ilumina el entendimiento para comprender que a lo único a temer en la vida es a la mediocridad, a la cobardía, a la parálisis de acción. Espada de fuego que nos transforma en personas-pasión, repletas de creatividad, capacidad, voluntad y amor para incasablemente emprender nuestro proyecto de existencia. Espada fuente de energía y poderío para luchar siempre... Para jamás darnos por vencidos.
Sandalias
Las Sandalias permiten comprender qué es y para qué sirve la libertad, para estar en posibilidades de entender que los caminos de la vida mismo uno los construye y los camina, y nadie más. Sandalias que superan la resignación que encadena; que protegen de las serpientes, espinas y piedras; que brindan firmeza al paso en zonas luminosas, pero también en esas noches oscuras que surgen en nuestro peregrinar; que permiten comprender que detrás de cada paso hay esfuerzo y dolor, pero desde luego también alegría, hondura de alma y plenitud de nuestra condición humana. Sandalias que revisten de la humildad que toda persona requiere para conocerse, aprender y transformarse en un ser humano solidario, servicial y generoso.
Buscamos...
En fin, nos asemejamos a ese caracol que tuvo las agallas de subir y trascender trazando una misteriosa ruta de esfuerzo y excelencia cuyo destino era el mismísimo cielo y que, una vez estando en el umbral del paraíso, tuvo la inteligencia y fortaleza para dar un monumental salto hacia el otro lado, hacia el amanecer de su inmortalidad.
Seremos como ese pequeñísimo caracol, que finalmente se transformó en majestuoso arcángel, porque en definitiva en algún desconocido día individualmente tendremos que armarnos de valentía y serenidad para dar -sin remordimientos, sin angustia, ni miedo alguno- el gran salto, nuestro último impulso y aliento, sabiendo que ese “gran momento” es la evidencia final que constata que siempre fuimos seres finitos, temporales, limitados, frágiles, inciertos, pero milagrosamente también eternos, porque el prodigio de lo “infinito está en lo finito de cada instante”, razones por las cuales, como el pequeño y frágil caracol, intensamente anhelamos y buscamos, en lo inmutable, nuestra personal inmortalidad.
Tec de Monterrey Campus Saltillo
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