Jadeos de varón
Amadeo de Saboya, italiano, fue rey de España. Azares de la política lo llevaron a gobernar a los españoles en tiempos muy difíciles. Encontró la empecinada oposición de quienes profesaban ideas republicanas. Vieron esos señores en el rey a un advenedizo intolerable, y le hicieron la guerra en el único modo que podían: mediante la intriga palaciega.
España se volvió un gran chisme cortesano, porque sucede que Amadeo era hombre dado a las aventuras amorosas, y daba materia abundante a las murmuraciones con sus continuos devaneos. Se decía que si a una changa le ponían faldas y la llevaban al palacio real. Amadeo se iría tras ella con intención erótica.
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Cierto día llegó un carruaje a la residencia del monarca y de él bajó una real hembra. A las leguas se veía que no era española, por su traza y la desenvoltura de sus movimientos. Entró en el palacio como Pedro −o Petra− por su casa, y con olímpico gesto de desdén apartó a los lanceros que pretendieron impedirle el paso. Atravesó por las antesalas como un viento; pasó por la oficina del secretario sin mirarlo y como quien abre la puerta de su casa abrió la del despacho del monarca.
Dicen las crónicas que se escuchó un ¡ah! salido de boca del rey; después un ¡oh! amoroso, y enseguida chasquidos como de besos. ¿De qué otra cosa podían ser esos chasquidos? Ni modo que del rasgueo de la pluma con que Amadeo había estado firmando toda suerte de papelones oficiales. El secretario, con timidez, llamó a la puerta, y se escuchó la recia voz del Rey que le decía en italiano:
-Va via!
Lo cual quiere decir en español algo así como: “¡Lárgate a la tiznada!”.
Una hora después corría la especie por todo Madrid: había llegado a la Corte una antigua amante del rey, quien la recibió −y algo más− en pleno despacho real. La esposa de Amadeo no estaba en la ciudad; había ido a tomar las salutíferas aguas de San Serenín del Monte, pero no tardaría en volver. Aquella era una crisis de Estado.
Pasaron tres días y tres noches, y Amadeo no se cuidaba ya de los asuntos de su reino. Encerrado en sus reales aposentos no salía para nada. Los embajadores de otros reinos, con espías pagados entre los guardias de palacio, recibían informes en el sentido de que a todas horas se oían en la alcoba del rey risitas de mujer y jadeantes acezos de varón. El Nuncio de Su Santidad declaró que aquello era un escándalo indigno de una nación católica.
Se reunió urgentemente el Consejo de Ministros, y se acordó que el del Interior −era lo propio− hablara con el rey para hacerle ver los riesgos de la situación causada por su conducta irregular. Fue el enviado a cumplir la delicada comisión. Nunca lo hubiera hecho. Por principio de cuentas pasaron otros tres días antes de que lo recibiera el soberano. Cuando al fin lo atendió −de mala gana, en su alcoba, con ropas menos que menores y todavía agitado por alguna reciente conmoción−, don Amadeo le preguntó al ministro qué quería, como se le pregunta a algún patán que viene a importunar.
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-Vuestra Majestad −empezó a balbucir el mensajero−. Reunido el Consejo de Ministros, y luego de prolongadas deliberaciones...
-¡Al grano! −lo interrumpió el monarca hablando en su pésimo español−. Tengo cosas más importantes que hacer.
Tras de los cortinajes de la alcoba se oyó aquella risita que los guardias conocían tan bien.
(Continuará).