Saltillo: Breve historia de un pendejo
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El hijo de aquel señor era robusto mocetón, sano, de buen natural y además guapo. Tenía un pequeño defecto, sin embargo: era pendejo. Diosito, que lo llenó de buenas cualidades de cuerpo y alma, no fue tan generoso con él en lo que atañe a la inteligencia, y le dio un cerebro de mosquito, o más pequeño aún. Era muy pendejo aquel muchacho, perdonen ustedes la reiteración. Si hubiera un concurso mundial de pendejez él ganaría el primer premio, pero le darían el segundo, por pendejo.
Cierto día el muchacho le dijo a su papá, grave y solemne, que necesitaba hablar con él. Se preocupó el señor, pues nunca su hijo buscaba tales pláticas. Fue con él al despacho que en su casa tenía, y cerró la puerta para dar una mayor reserva a la conversación.
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-A ver −se dirigió al muchacho−. ¿Qué te pasa?
-Apá −dijo el mancebo, avergonzado−. Fíjese que me acosté con una señorita.
-¡Qué barbaridad! −se consternó el señor−. ¿Cómo fuiste a cometer semejante pendejada?
Sobraba la pregunta. Los pendejos hacen pendejadas; tal es su oficio natural. Pero el padre preguntó eso porque pensó en todos los problemas que con su acción iba a causar el hijo. El muchacho ya había cumplido 18 años; de seguro tendría que casarse. El problema era grave. Su esposa debía enterarse de él. Llamó, pues, a la señora, y ahí mismo le contó lo que su hijo había hecho. La pobre madre rompió a llorar desconsoladamente en la mejor tradición del cine mexicano de aquella época.
-Dime, hijo –le preguntó tras de que recobró el sosiego–. ¿Quién es la señorita esa que dices?
-Se llama Perlafina –respondió el muchacho.
-No recuerdo a ninguna de ese nombre –intervino el papá–. ¿De qué familia es?
-A su familia no la conozco –contestó el mancebo–. No es de aquí. Pero me gustó mucho esa señorita, y quiero casarme con ella.
-¿De dónde es? –interrogó, angustiada, la señora–. ¿Cómo la conociste?
Narró el hijo:
-Me invitaron unos amigos a una casa. Llegamos; había baile, y hombres y mujeres bebiendo en diferentes mesas. Se sentaron unas muchachas con nosotros, y esta señorita que les digo, después de tomarse una copa conmigo, y de que bailamos “Amor perdido” y “El gallo tuerto”, me llevó a su cuarto. Ahí me desvistió, y ella se desvistió también. A mí me entraron muchas ganas, y me acosté con la muchacha.
La luz empezó a hacerse en el inquieto corazón del padre, y con ella brilló también la esperanza. Preguntó a su hijo:
-¿En dónde está esa casa?
-En la calle de Terán −dijo el muchacho−. Tiene en la puerta un foco rojo.
El señor lanzó un suspiro de alivio tan grande que movió el candil del techo y agitó las cortinas. Y es que la calle de Terán era aquella donde estaban las casas de mala nota de Saltillo. Una gran sonrisa apareció en el rostro del progenitor.
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-¿De qué te ríes? −le preguntó su esposa, que en su inocencia no sabía de aquella calle ni de aquellos lugares de pecado.
-De nada −recobró el señor la compostura−. Hijo mío, no te preocupes. Puedes ir a esa casa cuando te dé la gana que te dio, y estar con la tal Perlafina cuantas veces quieras. No contraerás ninguna obligación. Otras cosas puedes contraer, pero ya te diré yo cómo evitarlas.
Se volvió el señor hacia su esposa, y añadió:
-Y tú, mujer, dale gracias a Dios. Tu hijo es pendejo, muy pendejo, pero al menos no se echó un compromiso.