Jadeos de varón (II)
El rey de España, Amadeo de Saboya, ardió en cólera igniscente cuando el Ministro del Interior le dijo que debía renunciar a su amante venida de la Italia.
-En mi vida privada −exclamó hecho un basilisco− ni usted ni el Consejo de Ministros pueden intervenir.
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Y así diciendo dio la espalda al aturrullado funcionario, el cual se retiró con el rabo entre las piernas a dar cuenta a sus colegas del triste resultado de su comisión.
Deliberaron los ceñudos consejeros españoles. Aquel asunto era de extrema gravedad. En unos días llegaría Su Majestad la reina del viaje que hizo para tomar las aguas de San Serenín. ¿Cómo era posible que fuera a hallar en las habitaciones reales a aquella daifa pecatriz? Algo debían hacer ellos, y muy pronto, para salvar el decoro de la corona, puesto en riesgo por aquel imprudente monarca saboyano.
Al día siguiente una dama de la corte le dijo a la amiga del rey que madame Fulvin, la modista de más moda en Madrid, había recibido de París unos sombreros divinos. Tan lindos estaban que ver cualquiera de ellos y comprarlo era una sola cosa. La mesalina, entusiasmada, pidió permiso a su real amasio para separarse de él unos minutos, el tiempo necesario para ir a la tienda de madame Fulvin. De mala gana el cachondo rey autorizó la salida de su barragana, pero sólo a condición de que regresara en una hora. Aquellos 60 minutos, le dijo, se le iban a hacer los más largos de la vida.
Salieron las dos mujeres, en efecto. Estaban en la tienda cuando dos caballeros entraron y le pidieron a la italiana que fuera bien servida de acompañarlos. Luego, sin esperar respuesta, la tomaron por los brazos y casi en vilo la sacaron del establecimiento y la subieron a un carruaje que esperaba en la puerta.
Ella protestó vehementemente. ¿Quiénes eran ellos? ¿Qué significaba aquel levantón? (Se adelantó la señora a su época). ¿A dónde la llevaban? ¿Acaso no sabían que era amiga del rey? Ninguno de los dos hombres contestó. Permanecieron más mudos que una estatua. El carruaje tomó el camino de Zaragoza, y antes de que la pindonga pudiera darse cuenta de lo que sucedía se encontró en la rada de Barcelona a bordo de un barco que tan pronto la tuvo en cubierta levó anclas y enderezó la proa rumbo a Nápoles.
Don Amadeo montó en cólera. ¿En qué más podía ya montar? Llamó a los ministros y les preguntó si sabían algo de su amiga. Todos pusieron cara de inocencia. El decano respondió con estudiada solemnidad:
-Vuestra Majestad sabe muy bien que nosotros nada más nos ocupamos de los asuntos del Estado.
Y no mentía. Asunto de Estado era aquel que en forma tan expedita habían despachado.
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Pero no acaba aquí la historia. Amadeo, lo dije ya, era hombre proclive a devaneos amorosos. Las mujeres le sorbían el seso; bastaba una sonrisa, una mirada sola, para encenderlo en ansias de pasión. No había pasado una semana de aquel triste caso desastrado −el de la italiana− cuando Amadeo ya andaba en líos de faldas otra vez, ahora con una dama de la corte, precisamente aquella que sirvió para sacar del palacio a la antigua querida del rey y ponerla en manos de los agentes del Gobierno.
Otra vez el rey escandalizaba con su conducta. En un baile de la corte bailó con su nueva amiga un vals, y lo hizo abrazándola por la cintura, inmoral acción que no tenía precedente en la católica corte de la España. Y sucedió que...
(Continuará).