La amabilidad atenta como patrimonio invisible

Opinión
/ 1 agosto 2025

Esa amabilidad, muchas veces silenciosa e invisible, puede hacer que uno se sienta bienvenido... o ajeno

Uno de los elementos más importantes para que un lugar resulte habitable –especialmente para quienes no son de allí– es la calidad del trato cotidiano. No me refiero únicamente al “trato para turistas” en restaurantes, taxis u hoteles, sino al que se experimenta en la vida ordinaria de los barrios y que el nómada digital está en posibilidad de conocer: en el uso compartido del espacio público, en el tono de las conversaciones breves o en la forma en que se gestionan los pequeños roces de la convivencia. Esa amabilidad, muchas veces silenciosa e invisible, puede hacer que uno se sienta bienvenido... o ajeno.

Durante mi reciente recorrido por Centro y Sudamérica confirmé que, en general, la gente en América Latina suele ser amable. Hay una disposición extendida a que el otro se sienta bien tratado. Sin embargo, existen diferencias importantes entre ser amable y ser atento. Para mí, la distinción es clara: uno puede sonreír y decir cosas agradables, pero al mismo tiempo obstruir el paso, interrumpir el descanso ajeno o simplemente no notar las necesidades del otro.

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En algunas ciudades, como São Paulo o San José de Costa Rica, percibí una atención genuina. Pese al tráfico intenso de São Paulo, por ejemplo, los conductores ceden el paso a los peatones con un respeto que no es anecdótico, sino parte del hábito. Y en San José, cruzar la calle no es un acto de valentía, sino un ejercicio de convivencia. En cambio, en otras ciudades como Montevideo o Buenos Aires —y mucho más en mi Comarca Lagunera— esa atención se diluye un poco. No por falta de amabilidad, sino por falta de registro: muchos conductores ni siquiera se dan cuenta de que estás ahí, intentando cruzar. El peatón suele estar al final de la jerarquía vial, y cederle el paso es, más que un deber, una excepción.

Lo mismo ocurre con las banquetas. En varias ciudades me sorprendió gratamente ver cómo la gente se hace a un lado al notar que alguien se aproxima caminando. Es un gesto mínimo, pero poderoso. En cambio, en otras —Brasil incluido— parece que el espacio se defiende más de lo que se comparte. No cuesta nada, si uno está conversando en una banqueta, hacerse a un lado para no estorbar. Pero, de nuevo, no es falta de amabilidad, sino simple desatención. No creo que nadie obstruya el paso por mala voluntad, sino por no estar suficientemente presente, con los sentidos puestos en lo que ocurre al rededor.

$!Sao Paulo, Brasil

En cuanto al respeto por el descanso ajeno, casi todos los lugares que visité cumplían las normas de silencio nocturno. Eso contrasta con lo que ocurre en la Laguna, donde las fiestas ruidosas entre semana son frecuentes y el sueño del otro parece importar poco. Aquí sí hay una diferencia marcada. Incluso en países con fama de ser fiesteros, como Colombia o Brasil, noté mayor apego a las normas de convivencia. Tal vez tiene que ver con el hábito de vivir en condominio, algo que en la Laguna apenas empieza a generalizarse.

Más allá de estas diferencias, hay algo que me sigue conmoviendo de América Latina: nuestra gentileza natural. Esa disposición a ayudar, a dar indicaciones, a romper el hielo con una sonrisa o una broma. Incluso donde falta atención, suele haber buena intención. Y eso, en un mundo que a menudo se vuelve hostil e indiferente, es algo que vale la pena cuidar. Hoy en nuestros países, muchas abuelas y abuelos cuidan a sus nietos para que quienes los procrearon puedan ir a trabajar. Por eso, desde el mediodía y hasta la tarde, los —en su mayoría bellos y bien cuidados— parques y jardines latinoamericanos se llenan de niños y personas mayores. Las charlas que sostuve en esas bancas fueron entrañables, llenas de gentileza... y también de atención.

Tal vez no lo vemos, no lo contabilizamos, no lo presumimos. Pero esa amabilidad atenta, cotidiana y sencilla es un patrimonio invisible que también construye ciudad.

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