La música de Carreño
El venezolano Manuel Antonio Carreño gestó dos grandes contribuciones a Iberoamérica. En 1953 escribió y publicó por entregas el Manual de urbanidad y buenas maneras, y en diciembre de ese mismo año nació su hija María Teresa Gertrudis de Jesús. Desde su aparición el Manual fue obra meridiana pues se ofreció a la juventud de ambos sexos, en una época en que la educación era privilegio de varones ricos y blancos. A pesar de ello el Manual fue bien recibido en el mundo hispano al punto que se destinó a la instrucción primaria española. Poco después la Corona ordenó que en las ediciones sucesivas se suprimiesen las referencias venezolanas a fin de impulsar su circulación en toda la América hispánica. Aunque a la urbanidad y las buenas maneras las han abatido los días turbulentos que corren, aún algunas familias conservan maneras de conducirse como “recortar los vellos que nacen en la parte interior de la nariz cada vez que crezcan hasta asomarse por fuera”, “presentarse con un regalo o algún detalle a la cena o un cóctel a donde fue invitada”, “prestar atención a quién habla y no se debe tomar puntos de vista muy extremos sobre política, sexo o religión.”
Una persona de muchas campanillas, como Manuel Antonio Carreño (1812-1874), provenía de una familia de abolengo, lo que no necesariamente significa alta jerarquía social. Por una parte, fue hijo de Cayetano Carreño (1774-1836), quizá uno de los compositores que fijó un estilo propio a la música académica venezolana, y maestro de capilla de la catedral de Venezuela. Por otra parte, fue sobrino de Simón Rodríguez y Clorinda García, prima de María Teresa Rodríguez del Toro, la malograda esposa de Simón Bolívar. Quizá esta ascendencia facilitó la apertura de criterio de don Antonio, pues antes de saber que en camino venía una niña, propuso en su manual la igualdad de trato educativo y de urbanidad, para hombres y mujeres.
Además de escritor, don Antonio fue pedagogo, diplomático y músico, por lo que, tras advertir las cualidades musicales de su pequeña hija, le escribió los 500 ejercicios para piano más completos que se hayan visto desde los Cuadernos de Anna Magdalena Bach. El primer resultado fue la serie de “óperas” que Teresita componía para sus muñecas, que mostraba a las visitas familiares en las veladas que su padre organizaba ex profeso —pero sin la tiranía de Johann van Beethoven, padre de Ludwig.
La familia se mudó a Nueva York para que Teresa siguiera estudios profesionales con Louis Moreau Gottschalk (1829-1869), a quien Teresa conociera durante la gira latinoamericana de Gottschalk. Allá a los 10 años la niña ofreció un concierto en el histórico Irving Hall de Union Square en Manhattan, donde presentó su Gottschalk Waltz, primera composición formal, con vestigios de Chopin y del naciente Ragtime (indudable influencia de Louis Moreau Gottschalk nativo de New Orleans). El éxito no se redujo a los 1250 espectadores de aquel concierto inaugural, sino a los cientos de familias que demandaron la partitura del vals, y de la que, en los meses siguientes, agotaron tres ediciones.
Para no hacer el cuento tan largo, diré que Teresa Carreño a ese concierto siguió otro en la Academia de Música de Brooklyn, conducido por Theodore Thomas (1835-1905), conocido por ser el primer director de orquesta en la historia estadounidense; luego otro en el Music Hall de Boston, con la Orquesta Filarmónica local, dirigida por Carl Zerrahn (1826-1909). La fama llegó a oídos del presidente Abraham Lincoln quien la invitó a tocar a la Casa Blanca para él y para su esposa Mary Todd.
En 1866 la familia llegó a París donde Teresita tocó para Rossini, quien dijo: “No comprendo cómo esta pequeña toca así. La igualdad y limpieza de sus arpegios son tan sorprendentes como la claridad con que destaca la melodía de la frase”; después para Lizt, quien a su vez le dijo: “Pequeña, Dios te ha dado el mayor de los dones, el genio. Trabaja, desarrolla tus talentos. Sobre todo, continúa fiel a ti misma, y con el tiempo serás como uno de nosotros”, además de invitarla a residir en Roma para hacerla su discípula. Igual invitación recibió de Anton Rubinstein (1829-1894), quien la admiraba profundamente, y con quien sostenía acres discusiones dado el carácter férreo de ambos.
¡Salve Teresa Carreño!, a quien sólo se le recuerda hoy en día por ser hija de su padre. ¡Qué falta de buenas maneras!