Living labs, una oportunidad para transformar las ciudades en espacios participativos
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Podremos encaminarnos hacia un futuro donde la ciudad se entiende como un experimento permanente
El modelado de las ciudades ha pasado de ser una tarea rutinaria, de escritorio, dentro de las paredes de oficinas gubernamentales, que transcurre entre planos y reglamentos, a ser ahora un proceso dinámico, caótico y profundamente participativo, es decir, humano.
Entre los conceptos centrales de este cambio de paradigma se encuentra el de los living labs o laboratorios vivos. Estos espacios de análisis y producción del hábitat son parte de una metodología que redefine la relación entre la ciudadanía, la tecnología y el territorio.
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Tienen como premisa la visualización de la ciudad, no como un escenario inerte dominado por la infraestructura, sino como un entorno orgánico de innovación abierta, donde la cotidianidad se convierte en el espacio de experimentación para las soluciones del futuro.
Un living lab busca hacer accesible la experimentación científica aplicada al entorno urbano. Lejos de buscar controlar las variables para evitar la contaminación de los resultados, convierten la complejidad y la imprevisibilidad del mundo real en un insumo fundamental.
Operan bajo la convicción de que ninguna solución o política pública puede considerarse exitosa si no ha sido probada, validada y diseñada con quienes la utilizarán día con día. Es decir, se transita la dinámica de “diseñar para el usuario” a la de “diseñar con el usuario”.
Lo anterior precisa de elevar a la ciudadanía de la categoría de sujeto pasivo –a veces hasta mero observador de lo que pasa en el lugar en el que vive– a la de cocreadora y experta vivencial del entorno que habita, donde sufre o disfruta cotidianamente lo que ahí sucede.
Para ello nos apoyamos en la cuádruple hélice, que no es otra cosa que un modelo de gobernanza que entrelaza cuatro actores fundamentales comúnmente separados: el sector público, el sector privado, la academia y, por supuesto, quienes integramos la sociedad civil.
Es justo cuando estos cuatro participantes trabajan juntos que ocurre la “magia” de la innovación urbana, pues se crea un espacio neutral donde los intereses particulares y de grupo palidecen ante las necesidades sociales, incluso ablandando la rigidez burocrática.
El funcionamiento de un living lab se aleja del carácter lineal de los proyectos de ciudad convencionales. Una vez identificado un reto en común inicia una fase de exploración y cocreación a través de herramientas colaborativas, como los talleres de design thinking.
Se usan también mapas de empatía y conceptualización rápida, todo bajo un esquema de bajo costo y alto impacto. A partir de la experimentación a través de intervenciones tácticas y del uso de materiales temporales, se logra medir la reacción que provoca en las personas.
Si bien la tecnología no juega un papel protagónico, es importante para mejorar la capacidad de generar resultados. Para ello hay living labs que se apoyan en el internet de las cosas, la recolección de datos por sensores –incluso de bajo costo– y el uso de big data.
Con ello se logra, por ejemplo, monitorear la calidad del aire, los flujos peatonales o el consumo energético. Irónicamente, la innovación no estriba en la tecnología y el uso de herramientas digitales, sino en la sociología, es decir, en la participación colectiva.
La relevancia de los living labs es aún más importante en países como México, donde la urbanización acelerada y la desigualdad social presentan retos que no se pueden resolver sólo implementando prácticas importadas de Europa o de nuestro vecino del norte.
Estos laboratorios precisan de un matiz profundamente social y de tecnología no tan elaborada, particularmente al mantener un enfoque en la regeneración del tejido social, la implementación de criterios de economía circular y de búsqueda de resiliencia comunitaria.
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Todas y todos sabemos que la innovación –por lo general– emerge de situaciones caracterizadas por la escasez y la necesidad; un living lab sirve como una plataforma para alentar y aprovechar el ingenio colectivo, a partir de soluciones y recursos disponibles.
Así, podremos encaminarnos hacia un futuro donde la ciudad se entiende como un experimento permanente, que nunca deja de presentar nuevas posibilidades y que siempre está abierto a actualizaciones y mejoras, donde la ciudadanía es el agente activo del cambio.
Concebir a las ciudades inteligentes no como las que tienen más tecnología, sino como las que mejor saben aprovechar la creatividad y los recursos disponibles es un gran detonador de un futuro posible.