Los aranceles represivos que Biden le impuso a China pueden ser contraproducentes
Parte de una nueva serie de aranceles que el presidente Biden impuso a China tienen sentido. Pero otros parecen motivados por un deseo de aventajar a su adversario en los estados pendulares del cinturón de óxido
Por Steven Rattner, The New York Times.
La marea de la globalización está retrocediendo, al menos en las costas estadounidenses. Dos presidentes sucesivos no han dudado en implementar aranceles en lugar de acuerdos comerciales como mecanismo preferido para gestionar el comercio internacional.
La historia muestra que deberíamos proceder con cautela. Aunque los aranceles tengan sustento en el ámbito político y de seguridad, la nueva postura proteccionista de Estados Unidos aumentará los precios, limitará las elecciones de los consumidores y pondrá en riesgo nuestro crecimiento futuro.
La imposición agresiva y generalizada de gravámenes de este tipo en el pasado ha dejado claro que restringir el comercio conlleva graves riesgos para la prosperidad económica, tanto de Estados Unidos como de otros países afectados.
La semana pasada, después de no haber hecho casi nada en este frente durante la mayor parte de su mandato, el presidente Biden anunció una serie de nuevos aranceles sobre importaciones chinas seleccionadas, que incluyen los autos eléctricos y los paneles solares, así como el acero y el aluminio. Aunque los aranceles solo afectan a importaciones por valor de 18.000 millones de dólares, su objetivo es impedir que productos chinos, como los vehículos eléctricos, entren en el mercado estadounidense. Con ello, en términos generales, Biden orientó su política comercial hacia la de su predecesor, Donald Trump.
No es difícil entender las razones. Aunque la economía estadounidense sigue creciendo (si bien algo despacio) y creando empleo (a marchas forzadas), los estadounidenses están insatisfechos; las encuestas muestran que una mayoría de electores dice que el estado de la economía es “malo”.
En busca de culpables, las miradas se dirigen a menudo al número cada vez mayor de importaciones baratas, sobre todo de China. Sin duda, décadas de aumento del comercio han causado algunos estragos. Industrias manufactureras nacionales enteras —desde muebles a electrónica, pasando por juguetes o bicicletas—, en esencia, han desaparecido. Y ahora nuestra capacidad de competir en nuevos sectores, como el de los vehículos eléctricos y los paneles solares, está en grave duda.
Además, a medida que las tensiones políticas con China aumentan, también lo hacen las preocupaciones por las implicaciones del comercio en la seguridad nacional. China es una fuente importante de minerales críticos como el litio y el cobalto, elementos esenciales de muchas baterías. Y el aumento de los aranceles sobre los semiconductores chinos es solo la última de una serie de políticas destinadas a apoyar la fabricación nacional de chips, que son componentes clave en todo, desde automóviles hasta equipos militares.
En ese contexto, al menos algunos de los nuevos aranceles de Biden para China tienen sentido. Pero otros —como el aumento de los aranceles sobre determinados productos de aluminio y acero hasta el 25 por ciento, desde cero hasta el 7,5 por ciento, parecen motivados por el deseo de Biden de aventajar a su opositor en los estados pendulares del cinturón del óxido. Este tipo de medidas aumentarán el costo de estos materiales para la industria estadounidense, lo que obstaculizará los esfuerzos para reconstruir nuestra fortaleza manufacturera.
Además, el gobierno de Biden anunció que iba a extender los aranceles de la era de Trump a 300.000 millones de dólares de importaciones chinas, incluyendo electrónica de consumo, muebles, ropa y zapatos, entre otros bienes.
Aunque el ataque hasta cierto punto quirúrgico de Biden a productos chinos específicos es mucho más defendible que la estrategia demasiado generalizada de Trump, el brusco cambio de rumbo de la política comercial estadounidense en los últimos siete años conlleva preocupaciones legítimas sobre el crecimiento, la inflación y el número total de empleos en Estados Unidos.
Todo estudiante de un curso introductorio de economía aprende sobre la teoría de la ventaja comparativa de David Ricardo, de 200 años de antigüedad: la idea de que especializándose en los productos que pueden producir con mayor eficiencia y luego comerciando con otros, las naciones pueden estar mejor.
Tras la caída de la bolsa de 1929, el Congreso aprobó La Ley de Aranceles Smoot-Hawley. Aunque los aranceles se promocionaron como una medida para proteger a los trabajadores y agricultores durante una crisis, desencadenaron una ola de proteccionismo mundial que exacerbó la Gran Depresión y contribuyó a un declive estimado en dos tercios del comercio mundial.
Aprendida la lección, comenzó la liberalización del comercio y los sucesivos acuerdos redujeron los aranceles de manera drástica, a menudo hasta niveles mínimos. Esta tendencia terminó con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, que entró en vigor en 1994, y la admisión de China en la Organización Mundial del Comercio en 2001.
Como han argumentado los macroeconomistas, el resultante aumento en el comercio trajo a los consumidores de Estados Unidos y de otros países productos menos caros y a menudo de calidad superior, lo que contribuyó a impulsar un fuerte crecimiento económico y a moderar la inflación.
Lo que los macroeconomistas pasaron por alto fueron los efectos microeconómicos. Si bien el comercio contribuyó a la prosperidad general, un número significativo de trabajadores estadounidenses, en particular en el sector manufacturero, perdieron sus empleos o sufrieron recortes salariales. Un estudio, del que fue coautor el economista David Autor, del Instituto Tecnológico de Massachusetts, concluyó que la “crisis china” nos costó casi un millón de empleos en el sector manufacturero y 2,4 millones de puestos de trabajo en total. Poco se hizo para ayudar a los trabajadores afectados.
Sin duda, la franca oposición de Trump al libre comercio contribuyó a su victoria en las elecciones de 2016 y no tardó en implementar su agenda, incluso sobre algunas importaciones de aliados como Japón y Europa, incluyendo acero y aluminio, lavadoras y paneles solares.
El problema general con los aranceles es que un estudio tras otro han demostrado que aumentan los precios para los consumidores y que es probable que cuesten más empleos de los que salvan, sobre todo cuando los países afectados toman represalias.
Trump declaró la victoria cuando China prometió comprar 200 mil millones de dólares más en productos estadounidenses, promesa que no cumplió.
Ahora, Trump está haciendo de un paquete de aranceles mucho más agresivo la pieza central de su campaña. Ha propuesto imponer al menos un gravamen del 60 por ciento a todas las importaciones procedentes de China y un arancel del 10 por ciento a las importaciones procedentes de cualquier otro lugar. Este mes agregó aranceles del 200 por ciento sobre los vehículos hechos en México por empresas chinas a su lista interminable de políticas proteccionistas.
Aunque no estoy prediciendo otra Gran Depresión, de ponerse en marcha la agenda comercial de Trump, tendría un impacto mucho peor en la economía mundial que la estrategia más especializada de Biden.
El nuevo proteccionismo ya congeló la perspectiva de nuevos acuerdos comerciales. Los expertos de Washington bromean diciendo que el cargo de representante comercial de Estados Unidos debería rebautizarse como representante anticomercio de Estados Unidos. La actual representante comercial, Katherine Tai, declaró de manera falsa la semana pasada que las pruebas de que los aranceles conducen a precios más altos habían sido “ampliamente desacreditadas”.
No es así. Biden tenía razón en 2019, cuando criticó a Trump por su quijotesca guerra comercial. “El presidente Trump puede pensar que está siendo implacable con China”, dijo Biden en un discurso de campaña. “Todo lo que ha logrado a consecuencia de eso es que los agricultores, fabricantes y consumidores estadounidenses pierdan y paguen más” (después, Tai se retractó de su comentario reciente).
Un análisis de Goldman Sachs encontró que, desde principios de 2018 hasta principios de 2020, los precios de los productos sujetos a aranceles aumentaron casi un cuatro por ciento, mientras que los precios de los productos no sujetos a aranceles cayeron en uno por ciento. Numerosos estudios encontraron que quienes sufragaron esos precios más altos fueron casi en su totalidad las empresas y los consumidores estadounidenses, no los exportadores chinos. Un análisis de la Tax Foundation concluyó que los aranceles de Trump costaron 166.000 empleos.
Las represalias, resultado inevitable de la imposición de aranceles, ya comenzaron. Las disposiciones de “comprar productos estadounidenses” de la Ley de Reducción de la Inflación ayudaron a incitar a Europa a agregar sus propios requisitos de “comprar productos europeos” a su nuevo proyecto de ley de infraestructuras verdes. En total, el número de intervenciones comerciales proteccionistas en todo el mundo casi se duplicó en 2020 y se ha mantenido elevado, según Global Trade Alert.
Necesitamos una mejor estrategia. Los aranceles pueden usarse para proteger de modo temporal a las industrias nacionales emergentes, como propuso Alexander Hamilton cuando fue nuestro primer secretario del Tesoro. Pueden utilizarse con criterio para hacer frente a las prácticas comerciales desleales. Y pueden utilizarse cuando la seguridad nacional en verdad está en peligro.
Sin embargo, también necesitamos reanudar la eliminación de barreras comerciales, no aumentarlas. Entre otras cosas, necesitamos que la Organización Mundial del Comercio funcione, pero los gobiernos de Trump y Biden han bloqueado a todos los candidatos a su órgano de apelación y han optado por actuar de manera unilateral, en lugar de hacerlo a través de dicha organización.
Espero que cuando se asiente el polvo electoral, podamos volver a lo que David Ricardo explicó con tanta claridad hace dos siglos. c.2024 The New York Times Company.