Montevideo, Uruguay: entre el enojo y la resignación

Opinión
/ 6 junio 2025

¿Cómo puede una sociedad con el Índice de Desarrollo Humano más alto de América Latina, con el mejor nivel educativo y la expectativa de vida más larga, ser la misma que vandaliza su propio entorno?

La gente con la que compartí en Montevideo fue sumamente amable. A veces, tanto que me quedaba con la sensación de no poder corresponder a tantas cortesías. Lo mismo las personas mayores, propietarias de la vieja casona donde me hospedé, que las muchachas y el joven voluntario de la UNESCO que me abordaron un par de veces para explicarme los programas de nutrición infantil que se aplican en Uruguay. También los taxistas, la gente en los museos, las tiendas y los restaurantes... todos me dieron un trato excepcional, que se acentuaba aún más cuando descubrían que yo era mexicano. “La gente de su país —me decían, entre el asombro y el reclamo— va a Brasil o Argentina, pero nunca pasa por Uruguay”. No sé hasta qué punto eso sea cierto, pero desde el principio tuve claro que quería visitar Montevideo, aunque, en rigor, sabía muy poco sobre la ciudad.

Fue justamente esa amabilidad, junto con los indicadores sobre la calidad de vida del país, lo que más me descolocaba al contemplar el estado de sus calles, edificios y parques: llenos de basura, de indigentes, de grafitis y rallones. Hay rallones sobre los rallones. ¿Cómo puede una sociedad con el Índice de Desarrollo Humano más alto de América Latina, con el mejor nivel educativo y la expectativa de vida más larga, ser la misma que vandaliza su propio entorno? No era la primera vez que tenía esa sensación. Años atrás, en Santiago de Chile, me hice una pregunta parecida. ¿Por qué romperlo todo? Esta vez, no quise quedarme con la duda.

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Llegué a Montevideo el 20 de mayo, fecha en que se realiza desde 1996 la Marcha del Silencio, una movilización convocada por Madres y Familiares de Uruguayos Detenidos Desaparecidos y otras organizaciones, en memoria de las víctimas de la dictadura militar que gobernó el país de 1973 a 1985. La de este año conmemoraba 30 años de lucha por la verdad. Una voluntaria de la UNESCO me sugirió que me retirara temprano a descansar, lo que de todos modos pensaba hacer. Le pregunté si las pintas y el vandalismo tenían relación con la marcha. No dudó en decirme que sí: “la gente aquí está muy enojada”.

Más tarde, al pasar por una frutería para comprar algo para el desayuno del día siguiente, escuché a dos hombres mayores discutiendo precisamente sobre la marcha. Les pregunté, sin rodeos, si creían que el estado de la ciudad tenía que ver con esa movilización. El frutero me miró con cierta resignación y me dijo: “ese es sólo un pretexto”. Luego de leer en mi rostro mi genuino interés, agregó que muchos de los que protestaban ni siquiera vivieron la dictadura. “Ya se les hizo costumbre destruir. Yo ya me cansé: cada vez que pinto la tienda, me la vandalizan ese mismo día. No tienen para comida, pero sí para pintura”, sentenció.

Al llegar al hospedaje, repetí la pregunta al dueño de la casa, un hombre de cerca de 80 años que, según me contó, llegó a Montevideo desde el interior hace 15 años. Me habló de la llegada de migrantes extranjeros, atraídos por la promesa de calidad de vida, que al no encontrar empleo caen en la indigencia y, con el tiempo, en el resentimiento. Su casona, por fuera, también estaba llena de pintas.

Pensé entonces que el estado de la ciudad era resultado de una extraña combinación: la incapacidad de resignación de quienes han sufrido injusticias profundas, mezclada con la enorme capacidad de resignación de aquellos —incluidas las autoridades— que ya no hacen nada para evitar que les destruyan sus propiedades. Imaginé, entonces, un mundo utópico en el que unos aprendieran de los otros, en beneficio de aquello que comparten: la bellísima ciudad de Montevideo.

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