Muñoz Ledo, un mexicano de excepción
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Hablar de la vida es muy difícil. Lo mejor que podríamos hacer sería callarnos y dejarla transcurrir sin molestarla con nuestra palabrería. Impredecible, primero te da un chingazo y luego te acaricia con amor de amante. Se parece al Señor del piso de arriba, cuyos designios son inescrutables. Profundidad de teología tiene la frase que los toreros se dicen unos a otros al salir al ruedo: “Que Dios reparta la suerte”. Pero estoy haciendo filosofía batata, o sea que me estoy haciendo camote, como se decía en lenguaje coloquial cuando aún había lenguaje coloquial. Daré salida a un cuentecillo y luego abordaré un asunto serio... El joven Teofrasto era casto y honesto. Jamás había tenido trato con mujer. Casó con Pirulina, muchacha sabidora. Al empezar la noche de las bodas él le dijo: “No esperes de mí mucha habilidad”. Replicó ella: “Y de mí no esperes mucha virginidad”... De esto hace algunos meses. Sonó el teléfono en mi casa. Quien llamaba era un querido amigo mío, regiomontano, de quien muchos dones de bondad he recibido y al que guardo agradecimiento permanente. Me dijo: “Estoy en El Mirador, y uno de tus cuatro lectores quiere saludarte”. El Mirador es un estupendo restorán de Monterrey. Si los vegetarianos probaran las carnes que ahí se ofrecen a los venturosos clientes −sus ahujas norteñas (así, ahujas, no agujas), su diezmillo, su cabrito en salsa− dejaría de haber vegetarianos en el mundo. “Me da mucho gusto saludarlo –empezó en el teléfono el amigo de mi amigo–. Soy Porfirio Muñoz Ledo”. Me dijo que me leía a diario. “Tiene usted dos sentidos que son muy importantes: el sentido del humor y el sentido común”. Me invitó a cenar el día siguiente, allá mismo, en Monterrey. Lo hicimos, a sugerencia suya, en un restaurante de cabrito. Eso me sorprendió, pues a los chivitos les da por topetear cuando los come uno en la noche. Cenamos nada más los dos; nuestro amigo no pudo acompañarnos por razón de un viaje. Nos fue asignada una mesa en la terraza, pues a su llegada don Porfirio declaró que iba a fumar, y lo hizo con la misma determinación con que habría anunciado que iba a cambiar ahí mismo la República. Pidió una pieza de cabrito, y le trajeron una cuyo tamaño me asustó. Dio buena cuenta de ella con apetito y gozo de muchacho. En el curso de la cena él tuvo a su cargo la tarea de hablar, yo la de oír. Era lo debido. Me asombró su memoria extraordinaria. Recordó que a principios de los cincuenta había estado en Saltillo, junto con Fernando de la Hoz y Jorge Siegrist, a raíz de un conflicto estudiantil. Pronunció un discurso en el Paraninfo del Ateneo Fuente, y nos arrebató con su oratoria a los preparatorianos. Terminada la cena, prolongó la charla una hora más, y luego se despidió con afabilidad cordial. No advertí en él ninguna seña de deterioro físico. Lo vi fuerte, lúcido y con buena salud. Por eso me turbó la súbita noticia de su muerte. Obvio es decir que Porfirio Muñoz Ledo pertenece a la moderna historia mexicana. Tuvo luces y sombras. Las luces, pienso, fueron suyas, de sí; las sombras derivaron de ese quehacer incierto, la política, que tarde o temprano pone opacidades en quienes la practican. Fue uno de los muchos a quienes López Obrador decepcionó. Su distanciamiento final del Presidente no se debió a motivos políticos, sino éticos. Se fue este mexicano de excepción en un momento crucial para el país. Harán falta su saber, su inteligencia, su actitud crítica, su profundo conocimiento de la realidad nacional, su visión democrática de México. No cabe aquí el lugar común. Imposible pedir que descanse en paz quien nunca supo de la paz ni del descanso... FIN.
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