Oh baby, baby: Cuando ‘se la canté’ a Britney en secundaria
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Entre tazos, uniformes brillosos y rumores de secundaria, una amistad con una chica “igualita a Britney” se convirtió, por dos semanas, en un primer y efímero noviazgo.
He dicho muchas mentiras; en la primaria, más que nunca. Me apenaba no poder hacer lo que mis compañeros hacían. Yo no podía ir cada fin de semana de compras a Laredo; en mi casa no había tina de baño, ni jardín, ni perro. Cuando entré a la escuela pública fue un respiro: ya no tenía que sostener esas mentiras. Las maestras me querían, era el niño nuevo, y además llegaba directo al último año de primaria. No robaba en la tiendita, iba adelantado en las materias y, al usar el uniforme con zapatos nuevos, me convertí en el niño fresa del salón. Esa felicidad me duró un año.
La secundaria fue otra realidad. Seguía siendo bueno en clases, pero ya no era el nuevo: era solo uno más de los setecientos cincuenta pubertos amontonados en quince salones de paredes altas y ventanas aún más altas, todos vigilados por tres carceleros. Lo único que brillaba en esa caja de concreto era Brenda. Todos decían que se parecía a Britney, y ella fue mi primera novia.
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Por alguna razón, Brenda me hablaba. Yo estaba en primero; ella, en tercero. Una vez le cedí mi lugar en la fila del estanquillo y, desde entonces, me saludaba. Eso ayudó a disipar los rumores sobre mi extraña manera de usar el uniforme: mi pantalón gris no era opaco, sino escandalosamente brilloso; mis corbatas de los lunes nunca fueron completamente negras —tenía una de Looney Tunes y otra que me regaló una amiga, roja con borregos blancos y uno negro en el centro—; a veces usaba las de mi abuelo.
Cuando Brenda me saludaba, hablábamos de Britney Spears. Los del salón me preguntaban si éramos novios. Yo respondía que no, pero que me gustaba mucho. No mentía: de verdad me gustaba. ¿A quién no le gustaba Britney en ese tiempo? Nunca intenté que nuestra amistad fuera algo más.
En esos días, la escuela estaba hipnotizada por los tazos con retos que venían en las papas. Uno te salía y se lo dabas a quien quisieras para que cumpliera la prueba: “Brinca en un pie durante un minuto”, “Grita que estás loco”, cosas así. A Luis le salió uno que decía: “Declara tu amor”, y me lo dio. Maldito.
El plazo máximo era la hora de salida. Ese día lancé papeles al maestro de matemáticas, me colé a la clase de cocina para probar postres y falté a educación física. La única cita que yo quería era con la prefecta, y ella ni siquiera notó mis faltas. Cuando salí del salón, ya tenía detrás una bola de morbosos siguiéndome.
Las piernas me temblaban, sentía que se me iba a salir un ojo. Me acerqué a Brenda y la llamé aparte, lejos de sus amigas. Los chismosos se quedaron atrás, pero no perdían detalle. Le tomé la mano y le puse el tazo. Vi su cara de sorpresa... y, al fondo, la cara de furia de su hermano menor.
—Es de mentira, no tienes que decir que sí... me obligaron a hacerlo, perdón —dije.
Ella me abrazó y me susurró al oído:
—Dile a esa bola de calenturientos que soy tu novia.
El “amor” duró lo que quedaba de semestre: dos semanas.