Ojos que sí ven

Opinión
/ 25 enero 2025

Acabo de ir a la Ciudad de México otra vez. La cabra tira al monte. Yo, quién sabe por qué, tiro al montón. Allá voy otra vez, a ese infernal paraíso, la gran urbe

Yo amo a la Ciudad de México. La amo como a una giganta, con miedo de que al hacerle el amor me rompa las costillas y otras partes del cuerpo más vulnerables aún. Viví en la Capital cinco de mis años jóvenes, cuando ella todavía era ciudad y cuando yo todavía era yo. Entonces no se conocía la palabra “smog”, y la espléndida visión de los volcanes era regalo cotidiano. El Popo y el Ixtla se esforzaban en parecerse a los almanaques de Jesús Helguera. El Valle de México era un inmenso cromo que tenía las diafanidades de Velasco y el dramatismo de Atl.

Ahora la CDMX es un monstruo temible y adorable. Voy a ella con frecuencia. Cuando puedo aparto dos o tres horas y recorro los sitios amadísimos en el Centro Histórico. Deambulo sin itinerario. Entro a comer en figones sospechosos; meriendo en un café de chinos; desayuno chocolate con churros en “El Moro”, por San Juan de Letrán. (Nótese que escribí “San Juan de Letrán”. No digo nunca “Eje Central Lázaro Cárdenas”. Es cosa de principios, sabe usted. O, quizá, ya de fines).

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Acabo de ir a la Ciudad de México otra vez. La cabra tira al monte. Yo, quién sabe por qué, tiro al montón. Allá voy otra vez, a ese infernal paraíso, la gran urbe. Mis pasos me llevan a la plazuela de Loreto, donde Manuel Tolsá, el gran escultor de El Caballito, levantó un templo cuya cúpula se parece a la de San Pedro en Roma. En él se venera una preciosa imagen pequeñita: el Santo Niño Muevecorazones. Si tu patrón no ha querido aumentarte el sueldo, el Niño le moverá el corazón. Si a ti, muchacha, tu novio te hizo un niño, el otro Niño le moverá el corazón al hombre, y se casará contigo. No hay corazón que el Santo Niño Muevecorazones no pueda conmover.

Cerca está el antiguo convento de Santa Teresa la Nueva (¿Cuál sería la Vieja?). En tiempos de la Colonia la madre superiora de ese santo retiro se enteró de que la gente les decía a las enclaustradas “monjas chocolateras”. De inmediato añadió a la Regla de la Orden una nueva prescripción por la cual quedaba prohibido tomar chocolate en el convento, a fin de evitar murmuraciones. Las monjas hicieron una revolución; destituyeron a la superiora; derogaron la disposición y siguieron tomando chocolate.

Aquel convento que digo fue luego destinado a la Escuela de Ciegos que fundó en 1870 don Ignacio Trigueros. Este benemérito señor gobernó a la Ciudad de México, si es que alguien la puede gobernar. Durante su gestión fundó la Escuela de Sordomudos y la Escuela de Ciegos, y en ambas instituciones implantó los más modernos métodos que entonces se conocían en el mundo para tratar a los que ahora son llamados “minusválidos” o “discapacitados”, antes sencillamente designados como “muditos” y “cieguitos”.

En cierta ocasión el poeta Juan de Dios Peza visitó la Escuela de Ciegos, y en el libro de visitantes escribió −improvisándola− una décima que yo no conocía, pero que cuento ahora, pese a su brevedad, entre lo mejor y más profundo salido de la pluma del celebrado autor de “Reír Llorando”. He aquí esa décima. Leerla con detenimiento es aprehender −aprender− su hondo sentido.

Yo llamo “ciego”, aunque ve,

al que niega y al que ignora.

El ciego busca su aurora

en el cielo de la Fe.

Sin ojos ve a Dios, lo ve,

pues Dios es luz penetrante.

El escéptico, ignorante

que ofusca en sombra el deseo,

le dice a Dios: “No te veo”,

¡cuando lo tiene delante!

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