Reflexiones sobre un tema universal

Opinión
/ 6 diciembre 2025

Afirmaba, y con sobrada razón, el filósofo español don José Ortega y Gasset, que la política solo tiene sentido si sirve para “crear futuro”, es decir, si con ella se puede proyectar a largo plazo. Tristemente hay regímenes de gobierno empeñados en manejar al país con los faros fundidos. Por otro lado, el ejercicio del poder público sin moderación genera crispación, desánimo, retroceso. La política que sirve es la que apertura el diálogo, la que conlleva al consenso, la que cede en el ánimo de que se avance hacia el bienestar generalizado, aquella que no estima que por ser gobierno se es dueño de la verdad absoluta. Me parece una barbaridad que los acontecimientos vividos en el largo trayecto en que nos fuimos convirtiendo en nación estén borrados de la memoria de millones de mexicanos y, algo más grave, que se desconozcan. ¿No se supone que en la escuela te ilustran, te imparten conocimientos que contribuyen a desarrollar tu intelecto?

A principios del siglo XX, el 78 por ciento de la población era analfabeta. Hoy día el 95 por ciento está alfabetizado. Sigue habiendo entidades federativas con rezago, pero la realidad es que en los últimos 50 años ha habido un avance significativo en este ámbito. Y esto lo menciono porque se esperaría que una sociedad en la que el acceso a la educación ha ido en crescendo, pues tiene más elementos para discernir y por ende para definir hacia dónde quiere que vaya su país. ¿Bastará con esto para que un país sea próspero? Y la respuesta salta. No, no basta, hay otro aspecto a considerar. ¿Cuál es? El marco COMÚN para que se desarrolle ese talento. Y es la política la que define ese marco. Si tenemos una política basada en la confrontación cotidiana, en la descalificación permanente, por decir lo menos, se está a años luz de generar BIEN PÚBLICO, que es el fin por antonomasia del hecho político denominado ESTADO.

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La democracia entendida como forma de gobierno se CONSTRUYE con moderación, con sentido común, con responsabilidad. La democracia no es un campo de batalla para determinar a punta de tiznadazos –discúlpeme el francés, generoso leyente– quién las puede más. La política, el arte de la política estriba en CONSTRUIR CONSENSOS, ACUERDOS que beneficien al país, es decir, a TODOS los que lo habitamos. La democracia no puede convertirse, como afirman los estudiosos del tema, en una competición de demoliciones. NO, NO, NO. Una política en la que el debate no se privilegia, es suicida, es la negación del otro a la interlocución, NO SIRVE, pone en jaque la gobernabilidad de un país.

La gobernabilidad se fractura de raíz cuando la prioridad ya no es el país, sino el asentamiento de partidos populistas, intoxicados por un nacionalismo que abreva en una agenda identitaria. El maestro Ortega y Gasset lo expresó con claridad meridiana: “...cuando la nación se rompe en miradas PARCIALES, deja de haber un proyecto común. Y sin proyecto común, la política se convierte en regateo corto permanente”. ¿Por qué condenar a un país a una reinvención ad perpetuam, haciendo trizas sus instituciones? En países como Alemania, Inglaterra, Francia, hay reformas, adecuaciones a una realidad, pero no reinvenciones. La estabilidad es la que construye prosperidad. Y aquí va de perlas –aunque me refiera a nuestro mexicano acontecer- el cuestionamiento que hizo el ex presidente español, Felipe González, puntualizando que es lo que debería encabezar todos los debates institucionales: ¿Podemos exigir a las nuevas generaciones que progresen si les dejamos una política basada en el disparate, la trinchera y el estallido permanente?

Tenemos que atrevernos, como mexicanos, a agarrar el toro por los cuernos. El debate no es pecado, acostumbrémonos a llamar a las cosas por su nombre. Decir la verdad, es un deber, no un estigma. Esconder la verdad es un error craso. La realidad no pide permiso para desplegarse, simplemente llega, se planta, con o sin la venia del gobierno en turno, y exhibe, con la fuerza de la crudeza, la falacia de los discursos oficiales. La transparencia no alienta paranoias. El dato veraz ilumina. La transparencia es imprescindible por sanidad institucional. Tergiversar los hechos es una desvergüenza, por decir lo menos.

Concebir a la política como el arte de gobernar, data de tiempos inmemoriales. Platón decía que ese arte se alcanzaba a través de la práctica apegada a la virtud, su distinguido alumno, Aristóteles, coincide y ratifica que la política tiene como objetivo dar forma a la sociedad y recibir a cambio los frutos que trae consigo conducirse con virtud. Más tarde, en el medioevo, Nicolás Maquiavelo, en su obra El Príncipe, se centra en la parte “animal” del hombre, puntualizando que: “Como al príncipe le es preciso saber utilizar bien su parte animal, debe tomar como ejemplo a la zorra y al león; pues el león no sabe defenderse de las trampas ni la zorra de los lobos. Es imprescindible, pues, ser zorra para conocer las trampas y león para asustar a los lobos”.

Derivada de esta concepción, tan válida ayer como hoy, la virtud, la moral y la astucia “animal”, deben ser piedra de toque para que un gobernante pueda transformar la política en arte. Y tienen que ser las tres, porque un Estado sin virtud y sin moral se queda nomás con la parte animal, y esto conlleva a ser presa de apetitos infames. Hemos visto, y vuelvo a la Historia, cómo han llegado al poder, en diversas latitudes del mundo, una suerte de políticos analfabetos, faltos de luces en el tapanco y de ribete, perversos. Son los que se han encargado de hacer de la política una práctica deleznable. Un buen gobernante es el que se esfuerza genuinamente por mantener el país a flote, más allá del puro equilibrio macroeconómico –que algunos ni eso-, que resguarda la soberanía nacional, más allá del discurso cansino y torpe de que todo está bien, aunque la realidad espete lo contrario, el que se deshace de burocracia inoperante, el que no tiene miedo de irse con toda la fuerza de la ley y la inteligencia a combatir la corrupción y la impunidad que carcomen al sistema político entero, que respeta la división de poderes como parte sustantiva del ejercicio del poder público y no atenta contra los contrapesos creados ex profeso, el que fortalece la unión entre sus gobernados sin separatismos estúpidos del conmigo o contra mí, el que tiene bien claro que ocupar un cargo público es un HONOR, y la oportunidad de oro para SERVIR a la sociedad de la que es parte.

Y por cuanto a nosotros, como ciudadanos, como integrantes de la misma patria, preguntémonos, como decía el gran poeta y dramaturgo alemán Wolfgang Goethe, no si estamos en todo de acuerdo, simplemente, si marchamos por el mismo camino.

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Columna: Dómina. Nacida en Acapulco, Guerrero, Licenciada en Derecho por la UNAM. Representante ante el Consejo Local del Instituto Federal Electoral en Coahuila para los procesos electorales.

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